Julio César era, aparte de un destacado militar y un político más o menos eficiente, un increíble hombre de relaciones públicas, especialmente de sí mismo. Gran parte de su fama deviene también de los escritos que él mismo legó a la posteridad, además de varios gestos hechos para la pose y la retórica. No es raro entonces que, a la par de realizar actos grandiosos con los cuales realizar su eterna y llorada ambición de compararse con Alejandro Magno, también se le ocurriera decir frases que lo hicieran pasar como inmortal a la Historia.
En el año 49 a.C., el Senado de Roma, con Pompeyo a la cabeza, estaba enormemente celoso de las victorias obtenidas por César en la Galia, que le hacían muy popular. Hay que tener en cuenta que César era del "partido popular", y Pompeyo y los senadores del "partido aristocrático". Por lo que le llamaron a Roma como simple ciudadano, o sea, después de darle la orden de licenciarse a sus tropas. Lo que le esperaba era que sus enemigos políticos intentasen llevarle a juicio (político, claro), con o sin motivos jurídicos para ello. Con tal orden, Julio César podría caminar con tropas hasta el Río Rubicón sin problemas, porque era el límite de su jurisdicción, pero cruzarlo implicaba violentar la autoridad del Senado, y desatar la guerra civil.
Según el historiador romano Suetonio, César hizo avanzar sus tropas hasta el mismísimo Rubicón, pero en secreto, mientras él se demoraba en planes para espectáculos de gladiadores. Luego, en la noche, emprendió el viaje hasta el Rubicón, siempre en secreto, para reunirse con sus tropas. Allí habría dicho, siempre según Suetonio: "Todavía podemos retroceder, pero si cruzarmos este puentecillo, todo habrán de decidirlo las armas". Palabras llenas de retórica hueca, si se piensa bien, porque si Julio César no hubiera estado decidido, difícilmente hubiera dado la orden a sus tropas de que le esperaran en el Rubicón. Dice Suetonio entonces que un pastor se puso a tocar la flauta, y al ver la trompeta de un soldado, se la arrebató y, tocándola de manera vibrante, cruzó el Rubicón. Esto, César se lo tomó como un prodigio (o al menos fingió, para tranquilizar a sus tropas), y dijo entonces sus famosas palabras: "Marchemos hacia donde nos llaman los signos de los dioses y la iniquidad de los enemigos. Jacta alea est" ("la suerte está echada"). Lo que siguió fueron cuatro años de cruenta guerra civil, la dictadura de César, su asesinato, y más guerras civiles hasta la imposición del Imperio, dieciocho años después, por Octavio Augusto, sobrino de César.
Por cierto, el dichoso Rubicón es en realidad un minúsculo esterillo que se seca casi por completo en verano, bien poco apto para frontera militar entre dos jurisdicciones de importancia...
En el año 49 a.C., el Senado de Roma, con Pompeyo a la cabeza, estaba enormemente celoso de las victorias obtenidas por César en la Galia, que le hacían muy popular. Hay que tener en cuenta que César era del "partido popular", y Pompeyo y los senadores del "partido aristocrático". Por lo que le llamaron a Roma como simple ciudadano, o sea, después de darle la orden de licenciarse a sus tropas. Lo que le esperaba era que sus enemigos políticos intentasen llevarle a juicio (político, claro), con o sin motivos jurídicos para ello. Con tal orden, Julio César podría caminar con tropas hasta el Río Rubicón sin problemas, porque era el límite de su jurisdicción, pero cruzarlo implicaba violentar la autoridad del Senado, y desatar la guerra civil.
Según el historiador romano Suetonio, César hizo avanzar sus tropas hasta el mismísimo Rubicón, pero en secreto, mientras él se demoraba en planes para espectáculos de gladiadores. Luego, en la noche, emprendió el viaje hasta el Rubicón, siempre en secreto, para reunirse con sus tropas. Allí habría dicho, siempre según Suetonio: "Todavía podemos retroceder, pero si cruzarmos este puentecillo, todo habrán de decidirlo las armas". Palabras llenas de retórica hueca, si se piensa bien, porque si Julio César no hubiera estado decidido, difícilmente hubiera dado la orden a sus tropas de que le esperaran en el Rubicón. Dice Suetonio entonces que un pastor se puso a tocar la flauta, y al ver la trompeta de un soldado, se la arrebató y, tocándola de manera vibrante, cruzó el Rubicón. Esto, César se lo tomó como un prodigio (o al menos fingió, para tranquilizar a sus tropas), y dijo entonces sus famosas palabras: "Marchemos hacia donde nos llaman los signos de los dioses y la iniquidad de los enemigos. Jacta alea est" ("la suerte está echada"). Lo que siguió fueron cuatro años de cruenta guerra civil, la dictadura de César, su asesinato, y más guerras civiles hasta la imposición del Imperio, dieciocho años después, por Octavio Augusto, sobrino de César.
Por cierto, el dichoso Rubicón es en realidad un minúsculo esterillo que se seca casi por completo en verano, bien poco apto para frontera militar entre dos jurisdicciones de importancia...
6 comentarios:
Me vas a disculpar, pero lo de vine, vi, vencí no lo pronunció César frente al Rubicón, sino luego de su campaña contra Farnases del Ponto, que culminó en la batalla de Zela, en el año 47 a.C (bastante tiempo después de haber cruzado el dichoso río).
Lo que en realidad se discute entre algunos académicos no es lo que dijo sino cómo lo dijo. Me explico: parece que lo que hizo César, según un tal Polión testigo del hecho y repetido por Plutarco, fue pronunciar un poema de su autor griego favorito, un tal Menandro, por lo que dijo, palabras más, palabras menos: "Que vuelen altos los dados, y que la suerte sea echada". Y no símplemente, como lo relata Suetonio: "la suerte está echada". La diferencia es fundamental, pues la primera versión coincidiría con el caráter de César: el de un jugador al que le gusta el riesgo y sigue hasta el final hasta ver el resultado de la partida; mas no el de un fatalista, que es lo que sugeriría la última frase.
Saludos.
Er... Gracias por el aporte. Por desgracia, mi Suetonio por estos días está inencontrable y no he podido revisar otra vez la fuente. Pero en fin, lo revisaré y, bueh, supongo que en su caso tendré que corregirme. En cualquier caso, gracias por ponerme sobre aviso.
Saludos.
Ya revisé el testimonio de Suetonio, y efectivamente lo dice (y yo, ¡ups!, me descuidé al no leerlo con detención antes de escribir el posteo). Ahora queda lo más bonito: ver cómo demonios arreglo el posteo. Estoy trabajando en ello. Saludos.
UPGRADE: Posteo reescrito. Ahora como debe ser. Y con Suetonio en la mano. Vaya un bochorno, por Bastet...
como último apunte decirte que la expresión sería más correcta como "alea iacta est" ya que, como sabemos, la J no existía en latín y el orden "común" de las palabras en la expresión es el que te sugiero, puediendo buscar ambas formas en internet sin ir más lejos y contrastando resultados.
Buen blog!
Tomé como base para el posteo mi propia edición de Suetonio, en donde consta textualmente "jacta alea est" (traducción del latín por Jaime Arnal, Editorial Iberia, sin año de publicación). Sin perjuicio de que mi propia edición pueda contener errores, claro, pero he ahí la explicación de por qué lo usé en ese orden. Pero en efecto, buscando en Google, aparecen más expresiones de búsqueda como "alea iacta est" que como "iacta alea est".
En cuanto al uso de la J, efectivamente los romanos no la conocían como letra independiente. Sin perjuicio de que a veces se utilice en latín castellanizado, particularmente en textos más arcaicos. Pero en efecto, la forma más correcta es "iacta", no "jacta".
Gracias por el aporte y por las felicitaciones.
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