
En vida del Emperador, las cosas podían ser peores. El Emperador Miguel VI Estratiota (1056-1057), por ejemplo, que había alcanzado una provecta ancianidad, decidió un día que estaba aburrido de los peinados de su tiempo, así es que ordenó que todo el mundo se cortara el pelo como en su lejana juventud. Teófilo (829-842), por su parte, siendo calvo, no soportaba el pelo de los demás, y ordenó a todo el mundo raparse. León VI (866-912), por su parte, tenía una digestión endeble, de manera que al no poder disfrutar él de la sangre de los animales, prohibió que nadie la consumiera.
Pero el pueblo se vengaba cumplidamente, no de manera directa por supuesto, pero sí por medio del remoquete y la sátira más despiadada. Se decía que la pasión urbanística de Miguel Estratiota (el mismo de los cortes de pelo) se debía a que trataba de encontrar una taba (un hueso del pie de la cabra utilizado para apostar como hoy en día al "cara y sello") que había perdido siendo niño. Alejo I Comneno (1081-1118) era representado en las tabernas como un tullido que se arrastraba y gemía de placer bajo los masajes de una marimacho, puesto que, en efecto, tenía gota y era bien dócil a su esposa, Irene Ducaena, que le aplicaba masajes durante sus campañas militares (nótese que este Alejo I debió combatir dos formidables amenazas, la invasión de los normandos a Grecia en 1081-1085 y la presencia militar de los caballeros cruzados en la propia Constantinopla, en 1099). La Emperatriz Zoe, virgen a los 65 años, era representada en medio de dolores de parto (fue brevemente Emperatriz por sí en 1042, pero lo había sido también a través de varios maridos que lo eran sólo de nombre). Teodora, la esposa de Justiniano, había sido la hija de un domador de osos y se había dedicado en su juventud a la venta de servicios femeninos poco honorables, y en el bajo pueblo circulaban incontables corridos burlándose de Justiniano por esto.
Por lo general, y a pesar de todo su poder, los Emperadores no eran tan estúpidos para no permitir este inocente desahogo a la multitud descontenta. Por lo que se veía en Constantinopla el curioso espectáculo de que estas sátiras contra el poder más absoluto que conociera la temprana Edad Media, se daban incluso en el mismísimo pórtico real, sin que nadie se escandalizara en demasía. Era una autocracia bastante estrambótica, claro está, pero si le funcionó a un Imperio que, bien o mal, pudo sostenerse con altibajos unos mil años...