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jueves, 29 de diciembre de 2011

La accidentada coronación de la Reina Victoria.


La coronación de Victoria como reina de Inglaterra el 28 de Junio de 1838 (aunque constitucionalmente era reina desde la muerte de su predecesor, su padre Guillermo IV, el 20 de Junio de 1837) estuvo llena de contratiempos que amenizaron bastante el protocolo. Para empezar, digamos que Lord Melbourne, Primer Ministro de Inglaterra a la sazón, decidió no ofrecerle a la Reina Victoria el banquete tradicional por motivos presupuestarios, lo que hizo surgir el mote de "coronación centavera" ("Penny Crowning").

La ceremonia misma tuvo también sus baches. El Arzobispo de Canterbury a la sazón era William Howley, que a sus 72 años cumplidos acumulaba su segunda coronación (había coronado a Guillermo IV en 1820). La edad le había cobrado factura, en forma de sordera. Por lo tanto, no podía escuchar las palabras claves que debían servirle como señal, lo que no ayudó demasiado a la fluidez de la ceremonia.

Además, el anillo de coronación resultó ser demasiado pequeño. Por su parte, uno de los pares que debían hacer reverencias a la Reina, se enredó en su toga y cayó en las gradas del trono...

Con típico humor inglés, alguien anotó en su programa: "En el caso de otra coronación, creo realmente que debemos hacer un ensayo"...

domingo, 25 de diciembre de 2011

El Cristo del Veneno.

La interacción de la herencia mesoamericana primero, española después, y mexicana al último, han convertido a México en un país rico en tradiciones y folclor. Una de las leyendas tradicionales mexicanas es la relativa al Cristo del Veneno, un Cristo crucificado de color oscuro que está en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México.

La leyenda se cuenta de varias maneras distintas. Una versión refiere que un hombre piadoso tenía un terrible enemigo, que lo odiaba por su virtud. Sabedor el enemigo de que el hombre virtuoso besaba los pies del Cristo como señal de devoción, los untó de veneno. Pero de manera milagrosa, el veneno fue absorbido por el crucificado a través de sus llagas, al tiempo que éste torcía hacia la derecha sus pies, para impedir que el devoto volviera a besarlos. El veneno, al empaparse dentro del crucificado, terminó volviéndolo oscuro.

Otra versión de la leyenda pone a un sacerdote como héroe. Este recibió una confesión de un violento homicida, acerca del asesinato de otro hombre. El sacerdote le exigió al homicida que se entregara con arrepentimiento sincero, y éste en respuesta sale airado. Temiendo que el sacerdote rompiera el secreto de confesión, el homicida recurre a la artimaña ya dicha, o sea, untar los pies del crucifijo con veneno. El resto sigue igual, con el añadido de que el homicida, atento detrás de una columna para asegurarse el resultado criminal, al ser testigo del prodigio rompe en lágrimas y acude a la policía a entregarse.

Sea cuál sea la versión de la leyenda que aceptemos, el Cristo del Veneno es uno de los más importantes focos de devoción católica en el mundo mexicano.

jueves, 22 de diciembre de 2011

El Culto de los Carros.

La Edad Media fue cualquier cosa, menos una época fácil para vivir. Hambrunas, analfabetismo, abusos de los poderosos, y una naturaleza usualmente hostil, se combinaban para crear un fuerte desamparo en las personas. No es raro entonces que el deseo de salvación de las personas los llevaron a extremos increíbles de histeria. Uno de estos penosos casos de psicología social, lo constituye el Culto de los Carros.

Este fenómeno fue reportado principalmente en torno a la construcción de la Catedral de Chartres, una de las pioneras del entonces nuevo estilo gótico, que empezó a levantarse en 1144 (aunque la definitiva data de las extensas reparaciones después de un incendio en 1194). De todas maneras, el fenéno se propagó después a otras partes. Aunque parezca de perogrullo, es necesario señalar que esos leviatanes de piedra que son las catedrales góticas, consumían piedra de manera voraz en su levantamiento, y esa piedra debía salir de canteras ubicadas a muchos kilómetros de distancia. Dicho sea de paso, los picapedreros no trabajaban bajo jornal, sino que se les pagaba según la cantidad de piedra producida. De ahí, había que subir los bloques arriba de carretas transportadas por sufridos bueyes, que tiraban de ellas durante recorridos a veces enormes.

Y es aquí en donde el Culto de los Carros entra en acción. Porque muchos hombres, llevados por su devoción religiosa, se uncían ellos mismos en reemplazo de los bueyes, y tiraban de los carros en expiación de sus pecados. Incluso, cuando arribaban a destino, algunos pedían que los sacerdotes los flagelaran para completar su mortificación. En 1145, el arzobispo Hugo de Ruán escribió al obispo de Amiens: "...los hombres, en su humildad, empezaron a llevar a rastras carros y carretas para la construcción de la catedral, y su humildad estaba incluso iluminada por milagros". El cronista Haymo, abad de Saint-Pierre, escribió por su parte: "¿Quién ha visto, quién ha oído alguna vez, en todas las generaciones pasadas, que poderosos príncipes del mundo, que hombres criados con honor y riqueza, que nobles, hombres y mujeres, hayan doblado sus orgullosos y altivos cuellos ante los arreos de los carros, y que, como bestias de carga, hayan arrastrado esas carretas hasta la morada de Cristo, cargados con vinos, granos, aceite, piedra, madera y todo lo necesario para las necesidades vitales, o para la construcción de la iglesia?".

El mismo Haymo sigue comentando la actitud de los penitentes: "Cuando se detienen en el camino, no se oye nada salvo la confesión de los pecados y la pura y suplicante oración a Dios para obtener el perdón. A la voz de los sacerdotes que exhortan sus corazones a la paz, olvidan todo el odio, la discordia se deja de lado, se perdonan las deudas, se establece la unidad de los corazones". Y sigue: "Pero si alguno ha llegado tan lejos en el mal que no desea perdonar a algún ofensor, o si rechaza el consejo del sacerdote que le ha aconsejado piadosamente, su ofrenda es arrojada instantáneamente de la carreta como algo impuro y él mismo, ignominiosa y vergonzosamente excluido de la sociedad de los santos"... Que el lector de Siglos Curiosos se forme la imagen que quiera, de todo lo anterior.

domingo, 18 de diciembre de 2011

De cómo fue culminada la fachada de la Catedral de Milán.


Que la construcción de una catedral gótica era algo lento y laborioso, debido a la grandiosidad del objetivo y lo más o menos rudimentario de los medios técnicos, es algo de todos sabido. Pero además estaban los problemas administrativos varios vinculados a la logística del proyecto. La construcción de la Catedral de Milán principió durante la mejor época de la ciudad, a finales del siglo XIV, cuando la città alcanzó su apogeo político bajo los Visconti. En esa época, las obras marcharon a un ritmo más o menos prudencial, espoleado por la ayuda económica de los burgueses de Milán que la veían como una obra patriótica, y retrasado por el otro con las constantes reducciones presupuestarias ordenadas por el duque de turno (Visconti primero o Sforza después), sacando dinero de la caja de la Fábrica de la Catedral como si de una alcancía para financiar otra clase de necesidades políticas se tratara.

Luego, en el siglo XVI, Milán cayó en manos del Imperio Español, y la Fábrica pasó a ser regida por la burocracia española, que era bienintencionada y empeñosa por un lado, pero lenta, escribánica e inoperante por el otro. Nada de raro que entre los siglos XVII y XVIII, las obras hayan avanzado a paso de caracol. Se trataba de una catedral gótica que seguía edificándose pasado el Renacimiento y luego el Barroco, y entrando en el Neoclasicismo. La fachada misma tardó cerca de 200 años en ser proyectada y construida, entre diversas autorizaciones, marchas y contramarchas, incluyendo el pintoresco incidente con las columnas de Pellegrini que hemos comentado en otro posteo. Entretanto, en 1774, se remató el cimborio, la aguja principal, con una estatua de la Virgen Maria (la "Madonnina"). Con una altura de 108 metros, se prohibió edificar en Milán cualquier edificio que fuera más alto, hasta tiempos bien recientes.

Llegó el siglo XIX, y la cuestión de la fachada aún no estaba resuelta. En el intertanto, Napoleón Bonaparte se paseó más de alguna vez por territorio italiano, anexando el norte del mismo a su imperio. En 1805, Napoleón Bonaparte aspiró a coronarse como rey de Italia, y para ceñir la corona de hierro respectiva, dispuso que la Catedral de Milán sería el escenario. Con su estilo característico, ordenó que la fachada fuera completada de prisa y con un proyecto que costara poco. Con eficacia inusitada, surgió un proyecto de unos proyectistas neoclásicos de apellidos Pollak y Amati, y las obras fueron completadas. El francés consiguió así en poquísimos meses, lo que siglos de administración italiana y española no habían podido.

No es que la Catedral como un todo estuviera lista (la última etapa, que fue la colocación de la puerta principal definitiva, ocurriría recién en... ¡1965! No, no es error de tipografía, no quise escribir 1865, sino mil NOVECIENTOS sesenta y cinco). En el intertanto, milaneses se sintieron un poco insatisfechos de que SU catedral le debiera el remate de la fachada y algunos conceptos arquitectónicos relacionados a dos arquitectos neoclásicos contratados por un francés, de manera que en 1866 convocaron a un concurso para una NUEVA fachada. Cinco siglos después de iniciada la construcción, todavía estaban planificando. Hubo nada menos que 120 proyectos propuestos, y aunque hubo un claro ganador (un tal Giusseppe Brentano, del que no volvió a saberse), triunfó el sentido común, y se dejó la fachada tal y como estaba (aunque no sin conflicto por parte de los buscapleitos de siempre). Pero aún así, los milaneses estuvieron lo suficientemente agradecidos de que Napoleón Bonaparte "apurara los caracoles", por decirlo de manera vulgar, como para colocar en medio del bosque de estatuas rematando las agujas de la catedral, una dedicada al conquistador francés...

jueves, 15 de diciembre de 2011

Columnas colosales para la Catedral de Milán.


Colosalismo. Qué sería del ego de los arquitectos sin ese concepto. Las catedrales eran edificios laboriosos de construir, y a menudo el paso del tiempo y de las modas arquitectónicas provocaban cambios en los planos. La Catedral de Milán fue un ejemplo egregio de esto. No en balde su construcción comenzó hacia 1385, en plena gloria del gótico, siguió durante el Renacimiento... y dos siglos después, aún inconclusa, su fachada iba camino al Barroco. En esos años, Carlo Borromeo fue nombrado Arzobispo de Milán. Punta de lanza de la Contrarreforma, Borromeo llegó a terremotearlo todo, incluyendo los planos de la Catedral, que juzgaba demasiado góticos para su sensibilidad tempranobarroca. Borromeo era lo suficientemente tardorrenacentista como para preferir una fachada romana en vez de gótica, y actuó en consonancia.

El arquitecto de confianza de Carlo Borromeo era Pellegrino Pellegrini, a quien la Catedral de Milán le debe el baptisterio, el vallado del coro, el coro subterráneo, la sillería, el altar mayor, los seis altares de las naves y la decoración del pavimento y de numerosas vidrieras. Casi nada. Este Pellegrini imaginó una fachada con una gigantesca hilera de columnas corintias, tan altas como las naves laterales, y con una segunda hilera flanqueada por dos obeliscos. Pero Pellegrini debió partir a España en 1585, por encargo de Felipe II, nada menos que para pintar murales en El Escorial, y su idea quedó en nada. Por el minuto.

Salto en el tiempo a la primera década del siglo XVII. Federico Borromeo, primo de Carlo Borromeo, es ahora Arzobispo de Milán. Para que todo quede en familia. El hombre trató de hacer arreglines para que fuera aprobado un proyecto de Francesco Maria Richini, su protegido. Sin éxito. Irritado por el fracaso, Federico Borromeo exhumó un dibujo de Pellegrino Pellegrini que éste había realizado sólo a título personal, y lo impuso como proyecto. Richini apoyó entusiastamente las ideas de su protector, que a lo menos consiguió nombrarle director de obras. El problema es que ebria de grandeza, la dupla de Borromeo y Richini querían que cada columna fuera monolítica, de una sola pieza. Un absurdo logístico, porque llevarlas a Milán por vía fluvial era imposible ya que no existían barcazas capaces de transportar semejante peso o tamaño. Para que las piezas pudieran viajar a través de los canales, era necesario echar abajo siete puentes de piedra y cuatro de madera. Y el transporte por tierra obligaba a derribar edificios que obstaculizaran el camino, así como a reforzar la carretera misma.

Esto hubiera disparado el presupuesto de la Fábrica de la Catedral (la institución encargada de su edificación) hasta la bancarrota, pero la suerte fue piadosa. Apenas culminada la fachada, en 1630, empezó a tallarse la primera columna. Pero ésta se rompió sin siquiera haber salido de la cantera. Al poco tiempo, en 1631, Federico Borromeo falleció, y sin el apoyo de su protector, Richini fue echado al viento (no se sientan mal por él: obtuvo varios otros encargos en otras ciudades. Que no eran Milán, claro). El concepto pellegriniano cayó en el olvido, y se volvió a un proyecto que fuera un compromiso híbrido entre el gótico original y el "romano" renacentista posterior.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Los macacos que lavaban camotes.


Todos conocemos la batata o camote, ¿no? También todos conocemos los macacos, ¿no? Bien. Así como con otras especies, los naturalistas se fijaron en los macacos del Japón, y comenzaron a estudiarlos. En las décadas de 1960 y 1970, los estudios sobre su comportamiento fueron bastante intensos. Y entonces sucedió el famoso experimento en que los macacos aprendieron a lavar sus tubérculos. Camotes, en este caso.

En realidad el camote es originario de Sudamérica, aunque se encuentra también en la Polinesia. Es decir, no es un tubérculo nativo de Japón, o que los japoneses conocieran, hasta donde llegan las investigaciones de General Gato vuestro seguro servidor. De manera inicial, la idea no era explorar qué harían los macacos con ellos, sino simplemente sacarlos a terreno abierto: los macacos solían esconderse en los bosques, y allí era complicado estudiarlos. De manera que, para observarlos mejor, se limitaron a arrojar camotes a lo largo de toda la playa. Los macacos salieron y comenzaron a engullirlos con fruición.

Entonces fue cuando una joven hembra de un año y medio de edad llamada Imo, descubrió algo significativo. Todos los monos limpiaban los tubérculos simplemente con las manos. Imo por su parte descubrió que los tubérculos en cuestión quedaban más limpios si se sumergían en las aguas de un río. Al principio, la novedad fue acogida por sus hermanos, y luego por su madre. Andando el tiempo, toda la manada comenzó a lavar los camotes en el río. Sólo los más viejos y cenizos, celosos de su rango y posición, se negaron a acceder a la novedad, y siguieron quitando la tierra con las manos. Y cuando los más viejos se murieron y dejaron de estorbar a las nuevas generaciones, la costumbre entre los macacos se hizo universal.

Y no se detuvo ahí. Imo descubrió también el placer de echarle sal a los camotes. La estrategia era simple: agarrar el camote y morderlo. Luego, bañarlo en agua de mar para que la sal se impregnara. Y luego, seguir comiendo. Porque por lo visto, ser un macaco no está reñido con ser un gourmet...

jueves, 8 de diciembre de 2011

Honrando a los perros y caballos antárticos.

A finales de 1911, la expedición del noruego Roald Amundsen fue la primera en alcanzar el Polo Sur. Cinco semanas después lo hizo la expedición del británico Robert Falcon Scott. Sobre la hazaña de ambos próceres de la exploración planetaria se ha escrito mucho, pero... ¿qué pasa con las bestias de carga? Porque en una expedición de esas características, con una tecnología primigenia que aún tenía que entendérselas con la congelación, era indispensable marchar y acarrear víveres, y la única solución eran las bestias de carga, esos grandes héroes ignorados de la jornada.

En estas cosas pensaba un coronel de la USAF (la Fuerza Aérea de los Estados Unidos) llamado Ronnie Smith, apostado en la Antártica, hasta que como buen militar decidió pasar a la acción, tomar cartas en el asunto, ganar la batalla. Y puso a estas sacrificadas bestias en el mapa aeronáutico. En las cartas de ruta de las aeronaves, existen determinados puntos en los cuales los pilotos deben informar sobre el progreso del vuelo a los controladores de tráfico aéreo, y esos puntos tienen nombres. De manera que los pilotos que vuelen desde el aeropuerto de Christchuch en Nueva Zelanda hasta la Base McMurdo en la Antártica, deben reportarse en los puntos que honran a los perros de Amundsen (PEHRR, HELGE, LASSE, MYLUS, FRITH, URROA), y luego en los que honran a los caballos de Scott (SNIPT, JIPIG, BOENZ, JEHOO, BYRRD, NOBEY).

Huelga decir que no es coincidencia ni milagro que todos los perros y caballos tengan cinco letras. En realidad, como es obvio, muchos nombres son más largos, pero Smith los abrevió para que cupieran en el sistema universal de cinco letras que es el estándar en la aviación. Así, no es que uno de los infortunados corceles de Scott, además de morirse en la Antártica presumiblemente, tuviera la desgracia de llamarse Jipig, sino que es la contracción de Jimmy Pigg (no es un gran nombre tampoco, pensándolo bien).

Claro está que es un honor póstumo, y como tal, de poco le sirve a los animales sacrificados en la misión. Porque Amundsen tuvo el buen sentido, como noruego que era, de confiar en los perros tiradores de trineo, mientras que Scott, de tradición militar (naval, en realidad), se decidió por los caballos. Parte importante del desastre de la expedición Scott se debió a esta infortunada elección, ya que los perros soportaron el clima antártico con tesón, mientras que los pobres pingos ingleses cayeron como moscas en la Antártica. Por algo el noruego no sólo llegó primero, sino que además regresó con vida.

domingo, 4 de diciembre de 2011

La primera novela gótica.


Ya hemos hablado previamente en Siglos Curiosos acerca de que la historia de lo gótico ha tenido varias vueltas y revueltas. Pero quizás el momento decisivo, las columnas de Hércules en lo que al desarrollo del género se refiere, sea la publicación de la novela "El castillo de Otranto". Dicha novela tiene también su propia historia, que quizás sea curiosa o quizás no, pero que de todas maneras vale la pena reseñar, debido a que salió mayormente sin intención de revolucionar nada, sólo como un divertimento que se le escapó de las manos a su creador, en lo que a influencia se refiere.

El autor de la novela es Horace Walpole. El hombre venía de familia ilustre: su padre Robert Walpole había sido nada menos que el primer Primer Ministro de Inglaterra, además de uno de los más duraderos en el cargo, completando nada menos que dos décadas entre su asunción en 1721, y su salida en 1742. Horace Walpole emprendió en su juventud el "Gran Viaje", como se llamaba a la excursión que todos los dandys con pretensiones artísticas en su tiempo hacían a Italia, para empaparse de clasicismo. Walpole quedó prendado de Italia, en particular de Florencia, y nunca olvidó el ambiente de carnaval y juerga que encontró allí. No en balde, la novela "El castillo de Otranto" se ambientará en dicho país, precisamente.

En 1747, Robert Walpole compró una casa en Londres que pasó a llamarse Strawberry Hill. Con cierto gusto excéntrico, comenzó a decorarla con un estilo de anticuario, como buen coleccionista de antigüedades que era. En definitiva, Strawberry Hill acabó transformada en un castillo gótico en miniatura, a gusto de su dueño. Años después, en 1764, apremiado por varios problemas personales, tuvo una extraña pesadilla, de la cual dijo: "lo único que recordé fue que me encontraba en un antiguo castillo y que al final de una gran escalinata vi una enorme mano enfundada en su armadura. Empecé de inmediato a escribir sin tener ni la más remota idea de lo que pensaba decir o relatar". Esto último es notorio si se lee la obra original, bastante deshilachada de argumento... pero que incluye una escena con una enorme mano enfundada en su armadura, etcétera, por supuetso.

La obra era tan extraña para lo común en la Inglaterra de la época, que Horace Walpole no se atrevió a publicarla como propia, y en su primera edición, la hizo pasar como la traducción de un manuscrito italiano. En el prólogo escribe: "La obra (...) se encontró en el norte de Inglaterra, en la biblioteca de una antigua familia católica. Fue impresa en Nápoles en caracteres góticos en el año 1529, sin que se especifique cuándo fue escrita. (...) Si la historia se escribió alrededor de la época en que se cree que pudo ocurrir, debió ser entre 1095, época de la primera Cruzada, y 1243, fecha de la última, o poco después" (copiado textual de Walpole, ya que sí hubo cruzadas después de 1243, para que mis estimados lectores no maten al mensajero). Para sorpresa general, la obra tuvo tanto éxito, que en la segunda edición se atrevió a publicarla ya como propia, con un segundo prólogo: "(...) conviene que se excuse ante sus lectores por haberles ofrecido su obra bajo la personalidad prestada de un traductor. Como fueron la poca fe en su propia capacidad y la novedad del intento lo que le indujeron a adoptar ese disfraz, confío en que será perdonado"... La novela puede ser quizás un poco simplona, e incluso bastante cliché para el gusto moderno, pero en su tiempo desató una revolución, ya que fue la primera que aunó elementos típicos de lo que después va a ser la imaginería gótica: Edad Media, castillos, fantasmas, cadenas, doncellas en apuros, un violento usurpador, ambientación latina (entiéndase, no anglosajona)... Piénsese en lo que Scooby Doo hace de broma, pero hecho en serio y por verdadera y muy primera vez, y se tendrá alguna idea de lo que es "El castillo de Otranto" y lo que representó para la historia de la literatura.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Berlineses esperando la caída de Berlín.


Por mucho que se discuta si el pueblo alemán sabía lo que estaba haciendo la alta cúpula nazi, o cuánta responsabilidad le cabe por haber aguantado las atrocidades del Tercer Reich, lo cierto es que el retrato de las últimas horas y días de la ciudad de Berlín antes de caer en manos de los soviéticos no puede ser más melancólico. Aunque, humana tendencia ésta, salpimentada de un tanto de humor negro para hacer más soportable la horrible espera. El saludo más habitual entre los desconocidos, sin ir más lejos, era "Bleib übrig" (traducido MUY libremente como "ojalá que pueda usted escapar")...

En realidad, el panorama para los berlineses era bastante sombrío, ya que aunque el Ejército Rojo se encontrara batallando a 50 kilómetros de distancia, el cañoneo podía ser escuchado a través de toda esa distancia. Lo que hacía un contraste penoso con la propaganda oficial, fiel hasta el final. Goebbels, el ministro de propaganda, insistía en que el Destino cambiaría, que el Führer sabía exactamente la hora del cambio... La gente ya ni siquiera tenía demasiado miedo de imitar los pomposos y grandilocuentes discursos radiales, siempre en tono de broma, claro está.

En realidad, la defensa de Berlín era un imposible. Hellmuth Reymann, uno de los comandantes encargados de la defensa de la ciudad, estimaba que necesitaría unos 200.000 efectivos para la tarea. No sólo tenía apenas 60.000, sino que además ellos eran ancianos de la Guardia Civil sin entrenamiento militar. De ellos, la tercera parte no tenía armas, y el resto tenía apenas cinco cargadores para las suyas propias. Las carreteras y caminos principales estaban todos abiertos, con poquísimos obstáculos y vallas de defensa. Había rollos de alambres de púas, obstáculos antitanques de acero, y tranvías llenos de piedras. Eso era todo.

El chiste siniestro del momento era el siguiente: "¿Cuánto tiempo tardarán los soviéticos en echar abajo las defensas y abrir una brecha para entrar en la ciudad?". La respuesta era dos horas y un cuarto: dos horas para desternillarse de la risa, y 15 minutos para desbaratar los obstáculos...

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