
Que los Césares fueran venerados como dioses, no era tan raro entre los romanos, pero por regla general se esperaba a que murieran para deificarlos. En la mentalidad grecorromana no había nada de raro en que los dioses escogieran a hombres selectos por sus hechos, y los ascendieran hasta el nivel de dioses. A esto lo llamaban "apoteosis". Hércules es quizás el ejemplo más famoso. Se dijo lo mismo de Julio César, en particular el poeta Ovidio en sus "Metamorfosis", diciendo que Julio César se había transformado en estrella (Ovidio escribió en la corte del Emperador Octavio Augusto, quién era sobrino de César, por si alguien anda buscando ulteriores motivaciones...). Pero Calígula fue el primero en no querer aburrirse esperando hasta estar muerto para ser venerado como dios.
De este modo, Calígula mandó a traer las más famosas y artísticas estatuas de dioses desde Grecia, y ordenó cercenarles la cabeza, para a continuación colocarles la suya propia. La estatua del Zeus Olímpico, la que estaba en el Templo de Olimpia, obra del excelentísimo Fidias y una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, se salvó sólo gracias a algunos presagios (el resto de las estatuas, no tan afortunadas, el Emperador Claudio que sucedió a Calígula, ordenó remitirlas de vuelta a Grecia). El Templo de los dioses gemelos Cástor y Pólux, por su parte, fue conectado con su palacio, y transformado en un vestíbulo del mismo. Calígula agarró la costumbre de sentarse entre los dos hermanos, y regodearse en la adoración servil que se le tributaba. Y como no puede existir un dios sin sacrificios, Calígula se hizo inmolar flamencos, pavos reales, codornices, faisanes, y cuanta ave rara pudiera pillarse. En las noches de plenilunio extendía sus brazos a la Luna llena y la invitaba a tenderse en su cama.
Pero quizás la anécdota más célebre a este respecto, es que conversaba de tú a tú con la estatua del Júpiter Capitolino (no el Olímpico que, repetimos, se había quedado en Grecia), susurrándole cosas al oído y poniendo el suyo propio en la boca de la estatua, como si ésta le susurrara a su vez. Pero no siempre las relaciones eran tan cordiales. En una ocasión, Calígula le preguntó a un tal Apeles cuál de los dos le parecía más grande, y Apeles, con muy humanas vacilaciones, demoró algunos segundos en contestar, los suficientes como para que Calígula se sintiera insultado (¡él, por debajo de Júpiter! ¡Y que cupiera dudas al respecto!) y lo mandara a azotar (dijo después que "tenía la voz agradable y hermosa en las súplicas y hasta en los gemidos"). Y la envidia degeneró en hostilidad abierta cuando, en una ocasión, Calígula le gritó imperiosamente al mismísimo Júpiter (bueno, a su estatua): "¡Prueba tu poder o teme el mío!"...
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