Historias desopilantes, anécdotas curiosas, rarezas antiguas: bienvenidos a los siglos curiosos.
domingo, 19 de junio de 2011
El tamaño de la Vía Láctea y la Humanidad.
Salvo que sobrevenga una nueva Edad de las Tinieblas o algo así, parece que la antigua visión de una Tierra más o menos desconectada de lo que ocurre en los cielos inmutables se ha ido para nunca más volver. Los avances científicos siguen revelando un montón de información acerca de que la vida en la Tierra y la civilización humana está más intrincadamente relacionada con el espacio exterior de lo que suponíamos. En realidad, una biosfera como la de la Tierra no puede surgir en cualquier parte del universo, y menos aún la civilización humana. Incluso nuestro gran hogar, la Vía Láctea, tiene unas dimensiones precisas como para permitir el surgimiento de la vida, y ya no digamos de la cultura humana.
Repasemos algunos antiguos hábitos mentales. Durante mucho tiempo, la Vía Láctea no era más que esa mancha blanquecina en el cielo nocturno: no en balde, su nombre viene del chorro de leche que, según la mitología griega, una diosa habría soltado cuando un bebé demasiado hambriento le mordió las mamas. Recién en el Renacimiento, con el surgimiento de los primeros telescopios, se lanzó el pitazo de alerta: ¡en realidad esa franja de nubes en el cielo nocturno al ser mirada con más detalle a través de los lentes telescópicos, se disolvía en una estantería completa de estrellas! Gradualmente fue surgiendo la convicción de que la Vía Láctea no sólo era una colección de estrellas, sino de que nosotros mismos estábamos inmersos en ella. A finales del siglo XVIII, el astrónomo William Herschel diseñó los que podrían pasar como los primeros planos de la Vía Láctea, sumamente inexactos para lo que sabemos hoy día, pero valientes en su empeño por cartografiar lo que se pensaba era el universo entero. Recién a comienzos del siglo XX, el astrónomo Erwin Hubble confirmó que la Nebulosa de Andrómeda estaba a dos millones de años luz de la Vía Láctea, y que por lo tanto no era una simple nube sino una galaxia como la nuestra por derecho propio: ¡de pronto había MÁS DE UNA GALAXIA en todo el universo!
En la actualidad sabemos que en el universo hay miles de millones de galaxias, y lo más asombroso: sospechamos que para el surgimiento de la vida, es necesario que ésta tenga un tamaño similar o mayor al de la Vía Láctea. La química estelar y la biológica son muy distintas. En el universo, lo que más abunda es hidrógeno (75%) y helio (25%): el resto de los 88 elementos naturales conocidos suponen menos del 1% de la materia cósmica total. Pero sucede que ésos son los elementos indispensables para la vida: carbono, oxígeno, hierro... Estos no se formaron en los inicios del universo como tal, sino que fueron fabricados en las estrellas más gigantescas bajo condiciones de presión inconcebibles, y diseminados cuando éstas reventaron como supernovas (el proceso real es más complejo, pero para estos efectos sirve esta simplificación). Y éste es el punto clave: en un estallido de supernova, todos esos elementos pesados deberían diseminarse sin remedio y salir al espacio intergaláctico, en donde acabarán irremisiblemente perdidos. Una explosión de supernova puede ser tan potente que un destello suyo puede ser visto incluso de una galaxia a otra: el gran estallido de la supernova 1987-A, por ejemplo, no ocurrió en la Vía Láctea sino en la vecina Gran Nube de Magallanes. Pero si la galaxia tiene un gran tamaño, como la Vía Láctea por ejemplo, la atracción gravitacional de la misma, y también las nubes de gas interestelar atrapadas en ellas, atajarán dichos elementos y pasarán a formar parte de las nuevas estrellas que nazcan... como a la nuestra debió pasarle hace 4.600 millones de años atrás.
Más aún: el Sol está a una distancia justa para producir planetas con elementos pesados. Más en la periferia de la Vía Láctea, la densidad de gas interestelar bajaría demasiado, y por lo tanto, los discos protoplanetarios (los que se generan alrededor de las estrellas recién nacidas) se diseminarían demasiado rápido, antes de alcanzar a formar planetas. En tanto, si estuviéramos en el centro galáctico, afrontaríamos otro problema: el gigantesco tragaldabas Sagitario-A, el agujero negro supermasivo que está en el centro mismo de la Vía Láctea. Uno de los problemas de Sagitario-A podría ser que se tragara al Sol, pero por las leyes de la conservación de la energía, puede ser que si caen dos o más estrellas de manera conjunta, alguna de ellas reciba energía cinética de las otras que están siendo tironeadas, y en consecuencia no sea tragada sino que se escape. El destino de estas estrellas hiperveloces es triste: después de unos cuantos miles de años atraviesan toda la Vía Láctea desde adentro hacia afuera, y acaban expulsadas de la misma, condenadas a vagar por el espacio intergaláctico para siempre. Ni qué decir que en ese complejo baile de estrellas, alejarse o aproximarse demasiado a una de ellas en ese superpoblado núcleo galáctico podría causar drásticos cambios climáticos, e incluso la extinción de la vida, tal y como la conocemos.
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2 comentarios:
Así descrito, esto deja a las teorías sobre la existencia de vida extraterrestre al nivel de las supercherías religiosas. Aunque también puede pensarse en la opción de existencia de vida en condiciones distintas a las que caracterizan a la Tierra.
Tanto como eso no, porque en la franja galáctica en donde circula en Sol, debe haber una enorme cantidad de estrellas candidatas a albergar vida. Pero sin duda, el escenario optimista de Carl Sagan de tipo "una galaxia rebosante de vida" a la luz de estas investigaciones, resulta una exageración. Porque aunque concibamos formas de vida distintas a la química terrestre, la presencia de elementos pesados parece inevitable, porque con hidrógeno (un elemento altamente volátil y que no forma grandes cadenas de moléculas) y helio (un gas noble que no reacciona químicamente con nada o casi nada) no se puede hacer mucho al respecto.
Por cierto, para información ulterior, más detalles aparecieron publicados en un artículo de la revista National Geographic en español, edición de diciembre de 2010.
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