La parábola del Buen Samaritano está tan enclavada en el inconsciente colectivo, que suele llamarse así en el lenguaje popular a aquel que ayuda a una persona en la desgracia, de manera completamente desinteresada y noble. Lo curioso es que no demasiados recuerdan que el origen de este dicho está en un relato bíblico, y menos aún saben que la fuerza del relato bíblico viene del hecho que los samaritanos eran odiados a muerte por los judíos, y por tanto no eran los "buenos" sino los "malos de la película".
Luego de que el reino de Salomón se dividiera en dos, hacia el año 930 a.C., surgieron dos reinos: Israel al norte y Judá al sur; Judá mantuvo su capital en Jerusalén, mientras que Israel la fijó en Siquem primero, y en Samaria después. Pronto, el norte tomó la delantera en materia económica, por encontrarse más cerca de las rutas comerciales que conectaban con Mesopotamia, y por ende, se tornaron religiosamente más laxos que sus vecinos del sur, quienes al ser más pobres, eran también más tradicionalistas, y veían al norte (los samaritanos) como apóstatas, y a su afán de gozar la vida como pecado nefando. Pero la capital tradicional del Rey David, Jerusalén, siguió durante siglos en manos de los judíos del sur, y por ende los samaritanos fueron siempre "judíos de segunda clase".
Aunque en el milenio casi completo que hubo entre Salomón y Cristo hubo numerosos avatares políticos para los hebreos, esta división nunca cesó. En tiempos de Cristo los samaritanos eran vistos aún con hostilidad, y de ahí que Cristo, para el ejemplo de su parábola, haya elegido como protagonista precisamente a un samaritano, que ayuda al desvalido en la desgracia cuando ningún "virtuoso" judío lo hace. La moraleja es clara: cumple la ley de Dios el samaritano despreciado que es virtuoso, y no el judío observante que no tiene compasión de su semejante. Moraleja que, por desgracia, y en diferentes contextos, sigue siendo hoy muy válida, en particular contra quienes pregonan a los cuatro vientos su virtud en público, y se comportan roñosamente con los demás en lo privado...
Luego de que el reino de Salomón se dividiera en dos, hacia el año 930 a.C., surgieron dos reinos: Israel al norte y Judá al sur; Judá mantuvo su capital en Jerusalén, mientras que Israel la fijó en Siquem primero, y en Samaria después. Pronto, el norte tomó la delantera en materia económica, por encontrarse más cerca de las rutas comerciales que conectaban con Mesopotamia, y por ende, se tornaron religiosamente más laxos que sus vecinos del sur, quienes al ser más pobres, eran también más tradicionalistas, y veían al norte (los samaritanos) como apóstatas, y a su afán de gozar la vida como pecado nefando. Pero la capital tradicional del Rey David, Jerusalén, siguió durante siglos en manos de los judíos del sur, y por ende los samaritanos fueron siempre "judíos de segunda clase".
Aunque en el milenio casi completo que hubo entre Salomón y Cristo hubo numerosos avatares políticos para los hebreos, esta división nunca cesó. En tiempos de Cristo los samaritanos eran vistos aún con hostilidad, y de ahí que Cristo, para el ejemplo de su parábola, haya elegido como protagonista precisamente a un samaritano, que ayuda al desvalido en la desgracia cuando ningún "virtuoso" judío lo hace. La moraleja es clara: cumple la ley de Dios el samaritano despreciado que es virtuoso, y no el judío observante que no tiene compasión de su semejante. Moraleja que, por desgracia, y en diferentes contextos, sigue siendo hoy muy válida, en particular contra quienes pregonan a los cuatro vientos su virtud en público, y se comportan roñosamente con los demás en lo privado...
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