La bilis o hiel, es una secreción del hígado. Es bien conocido su carácter amargo, hasta el punto de utilizársele como el ejemplo clásico de amargura ("se le rompió la hiel", "tiene un temperamento bilioso", etcétera). La palabra bilis deriva del latín bilis, que a su vez deriva del griego χολή ("colé"). Y aquí es donde empieza lo bueno. Partamos con suavidad diciendo que la raíz griega ha seguido en pie dentro del vocabulario médico castellano. Así, el conducto que lleva la bilis al intestino se llama colédoco, la substancia secretada por el intestino delgado que ayuda a verter bilis en la digestión se llama colecistoquinina, los cálculos biliares son colelitiasis, la inflamación de la vesícula producto de esos cálculos es la colecistitis, y la ulterior extirpación quirúrgica de la misma es la colecistectomía.
Pero si se acabara el asunto ahí, éste sería un posteo probablemente aburrido. Sin embargo, si nos volvemos a la Medicina del pasado, a la tenebrosa era de los "Cuatro Humores", nos encontramos con otras sorpresas. Los antiguos creían que existían cuatro humores en equilibrio dentro del cuerpo, y cuando tales humores se salían de dicho equilibrio, sobrevenían las enfermedades (o buena parte de ellas, al menos). Esos fluidos eran la sangre, la flema (el famoso esputo viscoso que acompaña a la tos de las inflamaciones respiratorias), la bilis y la atrabilis o "bilis negra". ¿A qué estado de ánimo asociaban el exceso de bilis? Como la bilis es amarga, les pareció natural asociarlo al temperamento amargo, y así es como la palabra griega "colé" se vertió en el castellano "cólera". Así es que de ahí viene el actual temperamento o carácter colérico, o sea, amargado e irritable.
También con esta raíz etimológica se vincula la enfermedad del cólera. Uno de los síntomas del cólera es la diarrea: de hecho, el cólera mata fundamentalmente por la deshidratación del paciente, por lo que un tratamiento con suero intravenoso salino suele ayudar a la recuperación del paciente. Y este flujo diarreico que es producto del cólera, fue calificado de flujo bilioso, y de ahí el nombre.
Los más avezados que entiendan un poco de griego quizás hayan descubierto el paso siguiente. Mencioné una bilis amarilla y una bilis negra. La bilis amarilla es responsable del temperamento colérico. ¿Y la bilis negra...? Ya que en griego la palabra negro es "μέλας" ("melas"), como en melanina por ejemplo (el pigmento que le da un tono oscuro a la piel), ya pueden ir sumando: μελαγχολία ("bilis negra") se traduce al castellano como "melancolía". Es decir, el exceso de bilis amarilla ocasionaba desagrado, irritación y amargura, y el exceso de bilis negra originaba depresión, desánimo y apatía. Pensándolo bien, es una suerte que la Medicina haya salido de esos tiempos cavernarios, y las depresiones se traten con métodos un poco más ajustados a la etiología del mal.
Historias desopilantes, anécdotas curiosas, rarezas antiguas: bienvenidos a los siglos curiosos.
domingo, 31 de octubre de 2010
Palabras alrededor de la bilis.
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jueves, 28 de octubre de 2010
Lucrecio y el ciclo del agua.
El poeta romano Tito Lucrecio Caro (hacia 99-55 a.C.) escribió uno de los poemas más singulares de todos los tiempos, que es "De Rerum Natura" ("De la naturaleza de las cosas"). El poema generalmente es citado por los científicos debido a defender abiertamente la existencia de los átomos (no es que Lucrecio fuera un científico, sino que tomó las ideas filosóficas de Demócrito al respecto), y por los ateos y agnósticos por criticar la existencia de los dioses y el miedo a la muerte. En el fondo, el poema de Lucrecio iba en la vena de hacer una vasta descripción en verso acerca de la naturaleza (bueno, del conocimiento que de la naturaleza se tenía en esa época), desde un ángulo crítico y sin aceptar las supersticiones ni la religión. Fórmula ideal para adormecer al lector de hoy en día (la ciencia de Lucrecio está vastamente superada), pero que aún así contiene algunas interesantes perlas para el lector moderno.
Una de las cosas que Lucrecio trata, es el ciclo del agua. En la actualidad cuando le enseñamos ciencias naturales a nuestros párvulos, hacemos preguntas similares a las que Lucrecio en un lenguaje más alambicado: "Admíranse de que la mar no aumenta / su volumen jamás con tantas aguas / como corren en ellas y los ríos / como por todas partes desembocan". Intuitivamente describe la evaporación: "Roba el calor del sol una gran parte / pues vemos secan sus ardientes rayos / en un instante la mojada ropa". Y añade: "aunque el sol tome una porción muy corta / de cada sitio de por sí, no obstante / debe robar en extensión tan grande / cúmulo inmenso de marinas aguas". Y por si alguien pensara que esto no es exactamente describir el ciclo del agua, que lea esto: "Además, te enseñé que los nublados / atraen a sí las aguas de los mares / y por la haz de la tierra las esparcen / cuando llueve sobre ella, y cuando llevan / los vientos por la atmósfera las nubes". ¡Y esto fue escrito en el siglo primero ANTES de Cristo!
Con todo, no se libra Lucrecio de incurrir en algunos comprensibles errores. Por ejemplo, atribuye a las rachas de viento y temporales mayor poder del que tienen, para llevar agua desde el mar a la tierra. Y el que resulta de bulto es describir a la tierra como un cuerpo poroso por el cual las aguas fluyen desde el mar hacia el nacimiento. En realidad el flujo de aguas subterráneas existe, pero funciona exactamente al revés, yendo del nacimiento a los ríos a los mares por cauces subterráneos, no al revés, por obra de la ley de gravedad. Pero debemos perdonárselo, porque después de todo la idea de la gravedad no era conocida aún en los tiempos de Lucrecio, así como la entendemos desde Newton en adelante. De esta manera, en Lucrecio se reunieron un raro talento literario con una asombrosa concepción racionalista de la naturaleza.
Una de las cosas que Lucrecio trata, es el ciclo del agua. En la actualidad cuando le enseñamos ciencias naturales a nuestros párvulos, hacemos preguntas similares a las que Lucrecio en un lenguaje más alambicado: "Admíranse de que la mar no aumenta / su volumen jamás con tantas aguas / como corren en ellas y los ríos / como por todas partes desembocan". Intuitivamente describe la evaporación: "Roba el calor del sol una gran parte / pues vemos secan sus ardientes rayos / en un instante la mojada ropa". Y añade: "aunque el sol tome una porción muy corta / de cada sitio de por sí, no obstante / debe robar en extensión tan grande / cúmulo inmenso de marinas aguas". Y por si alguien pensara que esto no es exactamente describir el ciclo del agua, que lea esto: "Además, te enseñé que los nublados / atraen a sí las aguas de los mares / y por la haz de la tierra las esparcen / cuando llueve sobre ella, y cuando llevan / los vientos por la atmósfera las nubes". ¡Y esto fue escrito en el siglo primero ANTES de Cristo!
Con todo, no se libra Lucrecio de incurrir en algunos comprensibles errores. Por ejemplo, atribuye a las rachas de viento y temporales mayor poder del que tienen, para llevar agua desde el mar a la tierra. Y el que resulta de bulto es describir a la tierra como un cuerpo poroso por el cual las aguas fluyen desde el mar hacia el nacimiento. En realidad el flujo de aguas subterráneas existe, pero funciona exactamente al revés, yendo del nacimiento a los ríos a los mares por cauces subterráneos, no al revés, por obra de la ley de gravedad. Pero debemos perdonárselo, porque después de todo la idea de la gravedad no era conocida aún en los tiempos de Lucrecio, así como la entendemos desde Newton en adelante. De esta manera, en Lucrecio se reunieron un raro talento literario con una asombrosa concepción racionalista de la naturaleza.
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domingo, 24 de octubre de 2010
El curioso procedimiento formulario romano.
Hoy en día estamos tan acostumbrados a nuestro modelo de juicios, que cuesta pensar en otros sistemas que no sean el clásico anglosajón a lo Perry Mason, o quizás en ese siniestro proceso inquisitorial de tan honda raigambre hispanoamericana. Pero los romanos, padres fundadores de nuestro sistema jurídico gracias a su Derecho Romano, inventaron su sistema propio, que se llama el procedimiento formulario ("per formulas", en Latín). Irónicamente, nació como un procedimiento "de segunda clase", y poco a poco se fue instaurando como el procedimiento civil por excelencia.
El Derecho Romano arcaico (quiritario) se caracterizaba por un enorme ritualismo, ya que era literalmente sagrado (no se distinguía conceptualmente entre la ley de los hombres y las leyes divinas). Pero cuando el Imperio Romano empezó a crecer, hubo dos problemas. En primer lugar, tanto ritualismo sacramental más o menos inteligible para los romanos, lo hacía muy poco apropiado para culturas y pueblos extraños ahora sometidos a la férula romana. En segundo lugar, los que no eran ciudadanos romanos no podían acogerse a la justicia romana. Pero los romanos eran muy creativos, y los pretores (los magistrados encargados de las labores judiciales) se inventaron sobre la marcha un procedimiento nuevo, que en puridad no violaba el principio de que un magistrado romano sólo podía hacer justicia sobre leyes romanas y a los ciudadanos romanos, y que a la vez más sencillo para los litigantes no romanos. Se lo llamó "procedimiento formulario" porque las antiguas invocaciones rituales que debían hacerse de viva voz y en forma literal, fueron reemplazadas por "fórmulas", que no eran otra cosa sino documentos escritos por parte del pretor.
El procedimiento se dividía en dos fases, llamadas "in iure" ("en derecho") e "in iudicium" ("en justicia"). La cosa era así. Si había un pleito, las partes debían acudir ante el pretor. Este trataba de dilucidar cuál era el punto en que las partes estaban en desacuerdo, y en base a eso escribía la famosa fórmula. Y como su nombre lo dicen, estas fórmulas eran literalmente de fórmulas, un poco a la manera de los documentos actuales con formato previo en que se rellenan los espacios en blanco. He aquí un ejemplo de fórmula, más concretamente una "intentio in rem" (es decir, que el demandante tiene la intención de litigar para recuperar una cosa suya): "si paret hominem Sthicum ex iure Quiritium Auli Ageri esse" (es decir, "si resulta que el esclavo Stico es de propiedad civil de Aulio Agerio", recuérdese que los esclavos no eran personas sino cosas susceptibles de propiedad en el Derecho Romano).
Luego, se nombraba un "iudex" (un "juez"). He aquí el elemento interesante. El iudex no era un funcionario público, como nuestros actuales jueces, sino un ciudadano particular a quien la ley reconocía calidad moral suficiente para decidir asuntos judiciales ajenos (un poco como los actuales árbitros). El nombre de los ciudadanos idóneos estaba contenido en un texto llamado "album iudiciorum". Las partes podían ponerse de acuerdo sobre el iudex, y si no, se leían los nombres del album iudiciorum a viva voz, pudiendo rechazar los nombres que no les parecían aceptables (con algunas reglas adicionales para evitar trampas, claro). La fórmula aquí era escueta en grado sumo, muy romana en esto. Por ejemplo: "Marco iudex esto" ("sea juez Marco"). Decidida la cuestión y el juez, el asunto abandonaba las manos del pretor, y el iudex pasaba a hacerse cargo del problema, y resolverlo. Esto era la fase "in iudicium". De esta manera, el pretor en realidad no administraba justicia, sino que se limitaba a encauzarla hacia una solución haciendo uso de lo que podríamos llamar su "autoridad policial", y con esto evitaba violar el principio según el cual la ley romana sólo se le aplicaba a los ciudadanos romanos.
Irónicamente, este procedimiento bastante mecánico y expedito, como resultó mucho más flexible y práctico que los rígidos procedimientos antiguos, hizo caer en progresivo desuso al vetusto procedimiento quiritario. En el Imperio Romano se consideraba la ciudadanía romana como un privilegio, pero los ciudadanos romanos estaban felices de poder sustraerse al engorroso procedimiento propiamente romano, y resolver sus asuntos de la manera más sencilla que era el procedimiento formulario inventado para los "ciudadanos de segunda clase" que eran los no ciudadanos.
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jueves, 21 de octubre de 2010
Los censos y la censura.
Son dos palabras que suenan parecido: "censo" y "censura". ¿Existe acaso una relación entre ambas? La respuesta es un rotundo sí. A primera vista parece complicado en qué pueden relacionarse la censura a la prensa o la censura cinematográfica con el arte de saber cuántos ciudadanos hay en un país, por ejemplo, pero resulta que sí existió relación... en la Antigua Roma. Para eso, debemos retroceder en el tiempo hasta la República Romana (509-31 a.C.). En ella existían patricios (los aristócratas) y plebeyos (bueno... la plebe de toda la vida). Después, aunque las diferencias entre patricios y plebeyos fueron abolidas, la expansión imperial hizo que existieran ciudadanos romanos sometidos a las leyes romanas, y ciudadanos no romanos. Eso hasta que en 212 d.C., Caracalla impuso la ciudadanía romana incluso contra la voluntad de sus súbditos. Pero eso es otra historia. El punto acá es que la sociedad romana bajo la República no era igualitaria, y contemplaba distintas cargas, obligaciones y derechos para las personas, según su estatus. Y aquí es donde entra el problema del censo.
Todos los países desde que la civilización es civilización, han necesitado herramientas para determinar cuánta población poseen. Hay dos razones obvias: en primera, saber cuántos ingresos pueden conseguirse por vía de impuestos (mientras más habitantes, y mientras menos privilegiados exentos de impuestos, más ingresos), y en segunda, saber cuántos hombres pueden ser puestos en pie de guerra, llegado el caso. Hasta el siglo V a.C., dentro de la República Romana, tales atribuciones estaban en mano de los cónsules, pero en dicho siglo fueron creados funcionarios especiales, encargados de hacer las listas de ciudadanos, o sea, el censo. Estos fueron los censores.
Como la legislación romana no era igualitaria, esto permitía imponer como pena para ciertos delitos, el perder los derechos ciudadanos. Entonces, había que tachar el nombre de la persona de la lista de los ciudadanos, labor que por supuesto le correspondía administrativamente al censor. El fundamento era que los derechos cívicos sólo podían corresponderle a personas de moral probada, o de lo contrario la República decaería. Así, la censura se extendió a ciertos delitos, al lujo inmoderado, incluso al descuido y la negligencia, y particularmente a lo que podríamos llamar "decencia" y "buenas costumbres". Como estas actividades implicaban que el censor intervendría, podía calificárselas como "censurables", y de ahí que se diera el salto desde el censo demográfico a la censura como actividad destinada a mantener la moral y las buenas costumbres (cercenando la libertad de expresión, claro, pero nadie dijo que fuera a ser bonito, ¿no?).
En los tempranos tiempos del Imperio, bajo el gobierno de Octavio Augusto (31 a.C. a 14 d.C.), la censura fue absorbida por el poder del Emperador. Hubo algunos intentos de volverla a instaurar, ahora ya no en su faceta demográfica, sino para promover la reforma de las costumbres. En fecha tan tardía como 250, cuando ya todos los ciudadanos del Imperio eran iguales ante la ley (salvo los esclavos, que jurídicamente no eran personas sino cosas), aún el Emperador Decio, empeñado en recobrar las antiguas virtudes cívicas por encima del caos en que el Imperio estaba cada vez más sumergido (y del que, entre los siglos II y V en que el Imperio Romano decayó, ya no se recobraría), nombró a Valeriano como censor. El nombramiento duró tanto como el gobierno de Decio, que como otros Emperadores de su tiempo, tuvo un período deprimentemente corto (249 a 251, en concreto). Muerto Decio, la censura volvió al arcón polvoriento de los recuerdos. Aunque regímenes políticos de variado tipo y calibre, hasta el mismísimo siglo XXI siguen nombrando sus propios censores con el pretexto de "vigilar la decencia y las buenas costumbres"...
Todos los países desde que la civilización es civilización, han necesitado herramientas para determinar cuánta población poseen. Hay dos razones obvias: en primera, saber cuántos ingresos pueden conseguirse por vía de impuestos (mientras más habitantes, y mientras menos privilegiados exentos de impuestos, más ingresos), y en segunda, saber cuántos hombres pueden ser puestos en pie de guerra, llegado el caso. Hasta el siglo V a.C., dentro de la República Romana, tales atribuciones estaban en mano de los cónsules, pero en dicho siglo fueron creados funcionarios especiales, encargados de hacer las listas de ciudadanos, o sea, el censo. Estos fueron los censores.
Como la legislación romana no era igualitaria, esto permitía imponer como pena para ciertos delitos, el perder los derechos ciudadanos. Entonces, había que tachar el nombre de la persona de la lista de los ciudadanos, labor que por supuesto le correspondía administrativamente al censor. El fundamento era que los derechos cívicos sólo podían corresponderle a personas de moral probada, o de lo contrario la República decaería. Así, la censura se extendió a ciertos delitos, al lujo inmoderado, incluso al descuido y la negligencia, y particularmente a lo que podríamos llamar "decencia" y "buenas costumbres". Como estas actividades implicaban que el censor intervendría, podía calificárselas como "censurables", y de ahí que se diera el salto desde el censo demográfico a la censura como actividad destinada a mantener la moral y las buenas costumbres (cercenando la libertad de expresión, claro, pero nadie dijo que fuera a ser bonito, ¿no?).
En los tempranos tiempos del Imperio, bajo el gobierno de Octavio Augusto (31 a.C. a 14 d.C.), la censura fue absorbida por el poder del Emperador. Hubo algunos intentos de volverla a instaurar, ahora ya no en su faceta demográfica, sino para promover la reforma de las costumbres. En fecha tan tardía como 250, cuando ya todos los ciudadanos del Imperio eran iguales ante la ley (salvo los esclavos, que jurídicamente no eran personas sino cosas), aún el Emperador Decio, empeñado en recobrar las antiguas virtudes cívicas por encima del caos en que el Imperio estaba cada vez más sumergido (y del que, entre los siglos II y V en que el Imperio Romano decayó, ya no se recobraría), nombró a Valeriano como censor. El nombramiento duró tanto como el gobierno de Decio, que como otros Emperadores de su tiempo, tuvo un período deprimentemente corto (249 a 251, en concreto). Muerto Decio, la censura volvió al arcón polvoriento de los recuerdos. Aunque regímenes políticos de variado tipo y calibre, hasta el mismísimo siglo XXI siguen nombrando sus propios censores con el pretexto de "vigilar la decencia y las buenas costumbres"...
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domingo, 17 de octubre de 2010
Una entrevista con Horace Gold.
Uno de los personajes más importantes en la Ciencia Ficción de los '50s fue Horace Leonard Gold, abreviado H.L. Gold. Escribió varias novelas de Ciencia Ficción, pero su mayor aporte al género fue haber sido editor de la revista Galaxy. Hasta los '50s, la principal revista del género, la que marcaba la pauta, era Astounding Stories (después rebautizada Astounding Science Fiction), pero tanto Galaxy como F&SF (The Magazine of Fantasy and Science Fiction) asumieron los cambios de orientación del género y tomaron el relevo. Gold fue entonces un hombre clave dentro de una época clave en el desarrollo del género. Lo que no impide que fuera un personaje curioso. La siguiente anécdota la refiere el sin par Isaac Asimov en sus incontinentes Memorias, de manera que cualquier cargo por inexactitud, ya saben a quién propinárselo.
Acudió Isaac Asimov a entrevistarse con él por primera vez en el salón de la casa de Horace Gold. En aquellos años, Asimov le vendía prácticamente toda su producción a ASF, de manera que abrirse mercado a Galaxy era sacar los huevos de una canasta para repartirlo entre varias. La entrevista iba bien, hasta que intempestivamente, Gold se levantó y se fue. Desconcertado, Asimov trató de averiguar con Evelyn Stein, la esposa de Gold, en qué había ofendido al anfitrión, pero ella le dijo que no era así en lo absoluto. Asimov se levantó, pero cuando llegaba a la puerta, sonó el teléfono. Evelyn tomó el auricular, y le dijo a Asimov: "Es para usted". La sorpresa de Asimov fue mayúscula cuando obtuvo la respuesta a sobre quién podría saber que a esas horas estaba visitando a Gold: era el propio Horace Gold. La conversación subsiguiente fue larguísima, con Asimov en el salón de Gold y éste en su propio dormitorio, siempre por teléfono.
Años antes de esto, Horace Gold había sido combatiente durante la Segunda Guerra Mundial. Y dicha guerra le había dejado serias secuelas mentales, en particular dos: agorafobia y xenofobia. Gold a duras penas salía de su departamento (suponemos que controlaba su trabajo editorial por teléfono), y le tenía un temor morboso a la gente extraña. No era antipatía ni mucho menos: cuando se trataba de hablar por teléfono, Horace Gold podía extenderse por horas y horas, para fastidio de muchos que debían tratar con él y que, seguramente, tendrían en algún minuto u otro que atender otros asuntos de importancia.
Finalmente, debido al enorme sufrimiento que le ocasionaba el tener que salir de casa para trabajar (no el trabajo, que eso lo sufre todo el mundo, sino el tener que abandonar la seguridad del hogar para ir a ese dantesco mundo exterior), en 1961 Horace Gold debió abandonar su trabajo editorial para siempre. El matrimonio con Evelyn Stein acabó en divorcio en 1957, pero de manera curiosa para su condición que le impedía toda vida social, Gold se las apañó para casarse de nuevo. Cargando su agorafobia a cuestas, falleció más de un tercio de siglo después, en 1996, a la provecta edad de 81 años.
Acudió Isaac Asimov a entrevistarse con él por primera vez en el salón de la casa de Horace Gold. En aquellos años, Asimov le vendía prácticamente toda su producción a ASF, de manera que abrirse mercado a Galaxy era sacar los huevos de una canasta para repartirlo entre varias. La entrevista iba bien, hasta que intempestivamente, Gold se levantó y se fue. Desconcertado, Asimov trató de averiguar con Evelyn Stein, la esposa de Gold, en qué había ofendido al anfitrión, pero ella le dijo que no era así en lo absoluto. Asimov se levantó, pero cuando llegaba a la puerta, sonó el teléfono. Evelyn tomó el auricular, y le dijo a Asimov: "Es para usted". La sorpresa de Asimov fue mayúscula cuando obtuvo la respuesta a sobre quién podría saber que a esas horas estaba visitando a Gold: era el propio Horace Gold. La conversación subsiguiente fue larguísima, con Asimov en el salón de Gold y éste en su propio dormitorio, siempre por teléfono.
Años antes de esto, Horace Gold había sido combatiente durante la Segunda Guerra Mundial. Y dicha guerra le había dejado serias secuelas mentales, en particular dos: agorafobia y xenofobia. Gold a duras penas salía de su departamento (suponemos que controlaba su trabajo editorial por teléfono), y le tenía un temor morboso a la gente extraña. No era antipatía ni mucho menos: cuando se trataba de hablar por teléfono, Horace Gold podía extenderse por horas y horas, para fastidio de muchos que debían tratar con él y que, seguramente, tendrían en algún minuto u otro que atender otros asuntos de importancia.
Finalmente, debido al enorme sufrimiento que le ocasionaba el tener que salir de casa para trabajar (no el trabajo, que eso lo sufre todo el mundo, sino el tener que abandonar la seguridad del hogar para ir a ese dantesco mundo exterior), en 1961 Horace Gold debió abandonar su trabajo editorial para siempre. El matrimonio con Evelyn Stein acabó en divorcio en 1957, pero de manera curiosa para su condición que le impedía toda vida social, Gold se las apañó para casarse de nuevo. Cargando su agorafobia a cuestas, falleció más de un tercio de siglo después, en 1996, a la provecta edad de 81 años.
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jueves, 14 de octubre de 2010
Toda la Humanidad resucitada al mismo tiempo.
Probablemente no sea la más grande saga de novelas de Ciencia Ficción de todos los tiempos, pero la propuesta del Mundo del Río, escrita por Philip Jose Farmer, es bastante interesante por sí misma, y tiene un filón histórico que se puede explotar. La saga se compone de cinco novelas ("A vuestros cuerpos dispersos" en 1971, "El fabuloso barco fluvial" en 1971, "El oscuro designio" en 1977, "El laberinto mágico" en 1980 y "Dioses del Mundo del Río" en 1983), además de algunos libros de cuentos, no todos ellos escritos por Farmer. La premisa es simple, pero rendidora: una misteriosa raza de seres alienígenas, conocidas únicamente como "los Eticos", resucitan a los 36 mil millones de seres humanos que han vivido desde la Prehistoria hasta el siglo XX, en las orillas de un único río. Este se encuentra en un planeta completamente transformado para esos efectos. El propósito para el cual son resucitados es desconocido, y el eje vertebral de las cinco novelas es como una serie de personajes se lanza a la búsqueda de las respuestas respectivas.
No cabe duda de que la idea es una profunda metáfora de la existencia humana. El río ha sido desde siempre un poderoso símbolo literario de la vida. El español Jorge Manrique en el siglo XV escribía sus famosos versos: "Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir" (Coplas por la muerte de su padre, 3). De manera relacionada, en Madame Bovary un personaje reflexiona: "Por ejemplo, nosotros decía él, ¿por qué nos hemos conocido?, ¿qué azar lo ha querido? Es que a través del alejamiento, sin duda, como dos ríos que corren para reunirse, nuestras inclinaciones particulares nos habían empujado el uno hacia el otro" (segunda parte, Capítulo VIII). El chileno Baldomero Lillo, por su parte, recrea el ciclo del agua en su cuento "Las nieves eternas", la historia de una gotita que "nace" en la montaña y viaja río abajo. Volviendo a la obra de Philip Jose Farmer, resulta que el protagonista principal es Richard Francis Burton, un personaje histórico real, que en la Tierra del siglo XIX se embarcó a la búsqueda de las fuentes del Nilo, el Santo Grial de los exploradores africanos de la época, y que en el Mundo del Río, ya resucitado, parte a la búsqueda de las respuestas en el nacimiento mismo del gigantesco río que recorre a toda la civilización ultraterrena.
Interesantemente, Farmer no cree demasiado en la bondad de la naturaleza humana. Aunque la novela está escrita como un folletín, hasta el punto que puede llegar a pensarse que Farmer en realidad inventó la premisa argumental para darse el gusto de mezclar personajes históricos que de otra manera no hubiera podido juntar unos con otros, en el trasfondo puede olerse un poco la vieja necesidad humana de adquirir poder y riquezas a costa de otros. Los misteriosos alienígenas han dispuesto las cosas de manera tal, que los seres humanos están encajonados en el río, y además no pueden crear tecnología de un estadio superior al Paleolítico. Además, la agricultura no sólo es imposible, sino también innecesaria, porque cada habitante del Mundo del Río tiene un cilindro que, gracias a unos pilones ubicados a porfía en las riberas del río, se recargan diariamente con toda la comida que necesitan. Además, los cuerpos de los resucitados carecen de defectos físicos. ¿Creen ustedes que eso detiene a los habitantes para crearse pequeños feudos e imperios? A la vuelta de algunos años, el entero Mundo del Río de principio a fin está balcanizado en una multitud de micronaciones, e incluso se ha inventado la llamada "esclavitud de los cilindros", en los cuales los más fuertes capturan los cilindros de los más débiles para atiborrarse de comida (manteniendo vivos a los esclavos, eso sí, porque los cilindros vienen "personalizados", y si su dueño o usuario muere, el cilindro se vuelve inútil). Así vemos a personajes como el vikingo Haroldo Dienteazul repitiendo sus saqueos de "su otra vida", o al británico Juan Sin Tierra siempre sediento de poder...
Para quien les interese, digamos que la saga ha sido adaptada en un par de ocasiones a la televisión. En el año 2003 se hizo una peli llamada "El Mundo del Río", que en realidad era el episodio piloto de una serie televisiva que nunca llegó a rodarse. Y en 2009 se rodó una miniserie de cuatro horas de duración. Eso, por si les da flojera bancarse los cinco tomos completos (que en castellano, para terminar la sección informativa, fueron publicados por Editorial Ultramar).
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domingo, 10 de octubre de 2010
¿Qué tamaño tiene la Biblioteca de Babel?
Todo aficionado a la Literatura se topa más tarde o más temprano con la larga y adusta sombra del escritor Jorge Luis Borges, conocido también de cariño como "el che ése que mareaba la cachimba escribiendo esas cositas raras de laberintos y tigres y espejos y bibliotecas". Uno de sus cuentos más representativos en cuanto a temática es probablemente "La biblioteca de Babel", que se encuentra en su libro "Ficciones", publicada por primera vez en versión definitiva en 1944, y que desde ya recomiendo vivamente a todo quien no lo haya leído (el cuento y el libro: ambos recomendados). Advierto desde ya que este posteo destripa los detalles del argumento, aunque esto tampoco puede considerarse como un delito capital, porque después de todo, lo que está revestido acá de cuento en realidad es un ensayo filosófico sobre el infinito, sobre la cultura humana, y sobre la naturaleza de nuestro conocimiento sobre el universo y las posibilidades y límites de investigar el mismo, todos temas típicamente borgianos. Pero desde un punto de vista más histórico, nos importa una preocupación algo más terrenal: ¿cuántos libros tiene la dichosa Biblioteca de Babel? ¿De qué tamaño es? ¿Es en verdad tan impresionante como la pinta Borges?
Para quienes no hayan leído el cuento y no le temen a los spoilers: éste trata sobre un universo que es una gigantesca biblioteca. De hecho, éstas son sus palabras iniciales: "El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas". La peculiaridad es que cada galería posee anaqueles en cuatro de sus seis paredes (suponemos que el suelo y el techo no, por razones obvias). En estos anaqueles hay libros. Sus habitantes, después de paciente investigación, arriban a la conjetura (nunca desmentida, eso sí) de que allí están TODOS los libros que pueden ser escritos, ya que están todas las posibles permutaciones entre las distintas letras (22), el punto y la coma, y el espacio en blanco entre palabra y palabra que se cuenta como un signo de puntuación adicional, todas las permutaciones (repito) que es posible imprimir sobre una secuencia de hojas de papel. La situación es desesperante porque la mayor parte de esos libros son galimatías sin sentido (una biblioteca así tendría textos como "ahgfasdfjksdgfgjhsd", por ejemplo, así como cualquier otra combinación absurda pero posible de signos de escritura), mientras que unos poquísimos, por puro azar, deben tener texto inteligible y aprovechable (un poco como la teoría de los mil monos golpeando mil máquinas de escribir). Piénsenlo: en esa Biblioteca existen todos los libros religiosos, existen todas las novelas (sin que importe su longitud, porque si es demasiado larga, existe su Tomo I, su Tomo II, su Tomo III, etcétera), existen todas las Enciclopedias, existe un libro en el cual se cuenta toda la historia de tu vida hasta el día de tu muerte que está por venir y eso sin ningún error (y en realidad más de uno, si consideramos las distintas redacciones posibles), existe un único libro con todas sus páginas en blanco (el espacio es también una "letra", y debe haber un libro en que coincidan todas las letras "espacio"), existe un libro que es el texto exacto de todos los posteos de este blog Siglos Curiosos, existen todos los libros anteriores con todas las erratas de imprenta que sea posible escribir, y además todo eso existe en cualquier idioma que sea posible reducir al alfabeto de veinticinco símbolos que usa la Biblioteca... y existe por supuesto un catálogo de todos los libros de la Biblioteca debidamente indexados, que a su vez es inencontrable porque sería indistinguible de los millones de catálogos falsos que TAMBIÉN deben estar en la Biblioteca... algunos de ellos con apenas una o dos letras erróneas... Y claro, quizás haya un libro de instrucciones para encontrar ese dichoso catálogo, sepultado entre miles de libros de instrucciones ERRÓNEAS para dar con dicho catálogo...
La cuestión es, ¿qué tamaño debería tener una Biblioteca de esas características? Borges nos da algunos datos: "a cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro". Considerando que Borges nos dice que "el número de símbolos ortográficos es veinticinco", y haciendo unas simples multiplicaciones, podemos averiguarlo. Supongamos que trabajamos con los tipos móviles de la imprenta de Gütemberg. Cada renglón acepta 80 de esos tipos de metal. Para el primer hueco tenemos 25 opciones. Para el segundo tenemos otros 25, lo que nos da 625 posibles combinaciones ("aa", "ab", "ac", "ad", etcétera, y luego "ba", "bb"...). Para el tercero tenemos otras 25 posibilidades, que en combinación con las 625 precedentes dan (625 x 25) 15.625 combinaciones (y llevamos apenas los tres primeros signos). O sea, para calcular la cantidad de libros posibles sólo tenemos que averiguar cuántos "25" debemos incluir en nuestra multiplicación. Y eso nos lo da la cantidad de letras totales que puede cobijar un libro. ¿Cuánto es eso? Simple: debemos multiplicar las 80 letras de cada renglón, por los 40 renglones de cada página, por las 410 páginas. Eso nos da la "miseria" de 1.312.000 "huecos", que deberíamos rellenar con los tipos móviles de Gütemberg. Deberíamos tener entonces 1.312.000 tipos móviles de cada signo, sólo para el libro que estadísticamente los debe reunir todos. Entonces, la cantidad de combinaciones posibles es de 25 x 25 x 25 x 25 x 25 ... repitiendo "25" 1.312.000 veces. Ni siquiera voy a intentar poner en números una cifra tan astronómica, no creo que me quepa dentro de los márgenes de un posteo de este blog, y además probablemente sea algo que carezca de sentido.
¿De qué tamaño es la Biblioteca? Si 32 libros llenan un anaquel, y cinco anaqueles llenan un muro, y cuatro muros llenan una galería, entonces debemos calcular que una galería va a estar llena por el resultado de multiplicar 32 x 5 x 4, lo que arroja 640 libros en total por cada galería. O sea, para calcular el tamaño total de la Biblioteca de Babel, "basta simplemente" con tomar la cantidad anterior (los 25 multiplicados por sí mismos 1.312.000 veces) y dividirlos por 640. Aunque va a ser una cifra sensiblemente menor a la otra, aún así tengo el presentimiento de que va a ser monstruosa, y como blog de Historia y no de Matemáticas que es Siglos Curiosos, renuncio siquiera a intentarlo.
Hagamos algunas comparaciones. Según la sección FAQ de la webpage de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, la misma posee "más de 32 millones de libros y material impreso" (traducción del inglés cortesía de su seguro servidor el General Gato). No todo seguramente son libros (deben haber folletos, mapas, etcétera). También hay que considerar otros ¡110 MILLONES! de otros ítemes varios. Todo eso cabe en tres edificios completos, además de otros almacenes y depósitos (siempre según el FAQ de la propia Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos). Sobreestimemos un poco el total y digamos que la Biblioteca del Congreso posee 140 millones de ejemplares entre libros, colecciones, ítemes, etcétera. ¿Qué porción de la Biblioteca de Babel cabría en ese espacio? Para eso basta con calcular cuántas veces debemos multiplicar 25 por sí mismo para sobrepasar la cantidad de 140 millones, y descontar eso de las 1.312.000 veces que debemos multiplicar 25 por sí mismo. Para eso sólo se requiere multiplicar seis veces 25 por sí mismo (el resultado es 244.140.625, no me pidan matemáticas más precisas). Aún nos queda multiplicar 25 por sí mismo nada menos que 1.311.994 veces más. Ni siquiera necesito decir lo aberrantes que son estas cantidades para la imaginación humana.
No por nada, el narrador de la Biblioteca de Babel dice en tono lastimero: "Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací". Modernamente, uno podría decir lo mismo de esa moderna Biblioteca de Babel que es Internet, en la cual, aunque se pase uno la vida entera navegando, no llegará más que a cubrir un porcentaje insignificante de todas las páginas y sitios que son posibles de visitar...
Para quienes no hayan leído el cuento y no le temen a los spoilers: éste trata sobre un universo que es una gigantesca biblioteca. De hecho, éstas son sus palabras iniciales: "El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas". La peculiaridad es que cada galería posee anaqueles en cuatro de sus seis paredes (suponemos que el suelo y el techo no, por razones obvias). En estos anaqueles hay libros. Sus habitantes, después de paciente investigación, arriban a la conjetura (nunca desmentida, eso sí) de que allí están TODOS los libros que pueden ser escritos, ya que están todas las posibles permutaciones entre las distintas letras (22), el punto y la coma, y el espacio en blanco entre palabra y palabra que se cuenta como un signo de puntuación adicional, todas las permutaciones (repito) que es posible imprimir sobre una secuencia de hojas de papel. La situación es desesperante porque la mayor parte de esos libros son galimatías sin sentido (una biblioteca así tendría textos como "ahgfasdfjksdgfgjhsd", por ejemplo, así como cualquier otra combinación absurda pero posible de signos de escritura), mientras que unos poquísimos, por puro azar, deben tener texto inteligible y aprovechable (un poco como la teoría de los mil monos golpeando mil máquinas de escribir). Piénsenlo: en esa Biblioteca existen todos los libros religiosos, existen todas las novelas (sin que importe su longitud, porque si es demasiado larga, existe su Tomo I, su Tomo II, su Tomo III, etcétera), existen todas las Enciclopedias, existe un libro en el cual se cuenta toda la historia de tu vida hasta el día de tu muerte que está por venir y eso sin ningún error (y en realidad más de uno, si consideramos las distintas redacciones posibles), existe un único libro con todas sus páginas en blanco (el espacio es también una "letra", y debe haber un libro en que coincidan todas las letras "espacio"), existe un libro que es el texto exacto de todos los posteos de este blog Siglos Curiosos, existen todos los libros anteriores con todas las erratas de imprenta que sea posible escribir, y además todo eso existe en cualquier idioma que sea posible reducir al alfabeto de veinticinco símbolos que usa la Biblioteca... y existe por supuesto un catálogo de todos los libros de la Biblioteca debidamente indexados, que a su vez es inencontrable porque sería indistinguible de los millones de catálogos falsos que TAMBIÉN deben estar en la Biblioteca... algunos de ellos con apenas una o dos letras erróneas... Y claro, quizás haya un libro de instrucciones para encontrar ese dichoso catálogo, sepultado entre miles de libros de instrucciones ERRÓNEAS para dar con dicho catálogo...
La cuestión es, ¿qué tamaño debería tener una Biblioteca de esas características? Borges nos da algunos datos: "a cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro". Considerando que Borges nos dice que "el número de símbolos ortográficos es veinticinco", y haciendo unas simples multiplicaciones, podemos averiguarlo. Supongamos que trabajamos con los tipos móviles de la imprenta de Gütemberg. Cada renglón acepta 80 de esos tipos de metal. Para el primer hueco tenemos 25 opciones. Para el segundo tenemos otros 25, lo que nos da 625 posibles combinaciones ("aa", "ab", "ac", "ad", etcétera, y luego "ba", "bb"...). Para el tercero tenemos otras 25 posibilidades, que en combinación con las 625 precedentes dan (625 x 25) 15.625 combinaciones (y llevamos apenas los tres primeros signos). O sea, para calcular la cantidad de libros posibles sólo tenemos que averiguar cuántos "25" debemos incluir en nuestra multiplicación. Y eso nos lo da la cantidad de letras totales que puede cobijar un libro. ¿Cuánto es eso? Simple: debemos multiplicar las 80 letras de cada renglón, por los 40 renglones de cada página, por las 410 páginas. Eso nos da la "miseria" de 1.312.000 "huecos", que deberíamos rellenar con los tipos móviles de Gütemberg. Deberíamos tener entonces 1.312.000 tipos móviles de cada signo, sólo para el libro que estadísticamente los debe reunir todos. Entonces, la cantidad de combinaciones posibles es de 25 x 25 x 25 x 25 x 25 ... repitiendo "25" 1.312.000 veces. Ni siquiera voy a intentar poner en números una cifra tan astronómica, no creo que me quepa dentro de los márgenes de un posteo de este blog, y además probablemente sea algo que carezca de sentido.
¿De qué tamaño es la Biblioteca? Si 32 libros llenan un anaquel, y cinco anaqueles llenan un muro, y cuatro muros llenan una galería, entonces debemos calcular que una galería va a estar llena por el resultado de multiplicar 32 x 5 x 4, lo que arroja 640 libros en total por cada galería. O sea, para calcular el tamaño total de la Biblioteca de Babel, "basta simplemente" con tomar la cantidad anterior (los 25 multiplicados por sí mismos 1.312.000 veces) y dividirlos por 640. Aunque va a ser una cifra sensiblemente menor a la otra, aún así tengo el presentimiento de que va a ser monstruosa, y como blog de Historia y no de Matemáticas que es Siglos Curiosos, renuncio siquiera a intentarlo.
Hagamos algunas comparaciones. Según la sección FAQ de la webpage de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, la misma posee "más de 32 millones de libros y material impreso" (traducción del inglés cortesía de su seguro servidor el General Gato). No todo seguramente son libros (deben haber folletos, mapas, etcétera). También hay que considerar otros ¡110 MILLONES! de otros ítemes varios. Todo eso cabe en tres edificios completos, además de otros almacenes y depósitos (siempre según el FAQ de la propia Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos). Sobreestimemos un poco el total y digamos que la Biblioteca del Congreso posee 140 millones de ejemplares entre libros, colecciones, ítemes, etcétera. ¿Qué porción de la Biblioteca de Babel cabría en ese espacio? Para eso basta con calcular cuántas veces debemos multiplicar 25 por sí mismo para sobrepasar la cantidad de 140 millones, y descontar eso de las 1.312.000 veces que debemos multiplicar 25 por sí mismo. Para eso sólo se requiere multiplicar seis veces 25 por sí mismo (el resultado es 244.140.625, no me pidan matemáticas más precisas). Aún nos queda multiplicar 25 por sí mismo nada menos que 1.311.994 veces más. Ni siquiera necesito decir lo aberrantes que son estas cantidades para la imaginación humana.
No por nada, el narrador de la Biblioteca de Babel dice en tono lastimero: "Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací". Modernamente, uno podría decir lo mismo de esa moderna Biblioteca de Babel que es Internet, en la cual, aunque se pase uno la vida entera navegando, no llegará más que a cubrir un porcentaje insignificante de todas las páginas y sitios que son posibles de visitar...
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jueves, 7 de octubre de 2010
El hercúleo Antonio de León Pinelo.
Cuando se habla de héroes, tiende a pensarse en conquistadores militares, en científicos, en santos, etcétera. Pero nadie pensaría adjudicarle la etiqueta de "héroe" a un historiador y jurista, o sea, a un ratón de biblioteca especializado en dos disciplinas tradicionalmente consideradas como la aridez en persona. Pero si alguien en la Historia Universal se merece el crédito, ése sea probablemente el jurista español Antonio de León Pinelo (hacia 1595-1660). Antonio de León Pinelo nació probablemente en Valladolid, hacia el año 1595. Dejó un variado ramillete de obras con reflexiones históricas, teológicas y jurídicas: debe recordarse que en el Imperio Español de aquellos tiempos, ambas tres actividades generalmente iban ligadas unas a las otras. Pero la obra que inmortalizó a León Pinelo fue haberse enfrentado a la horripilante maraña conocida con el genérico nombre de "legislación indiana", y haberla reducido a una compilación general que más o menos pudiera ser utilizada.
Cuando el Imperio Español conquistó América, se hizo de golpe con una serie de situaciones geográficas, históricas, demográficas, sociales, políticas y culturales para las cuales la legislación castellana (la de Castilla), a medias basada en las Siete Partidas de Alfonso X (del siglo XIII, o sea, semiobsoletas para la nueva realidad moderna e imperial) y a medias consuetudinaria, era incapaz de proporcionar respuestas. A las prisas y corriendo, la principal arma legislativa utilizada por la Corona fue la "cédula", decretos reales que desde la metrópoli regulaban las situaciones puntuales que se presentaran. El problema se agudizó por la intención de la Corona (como lo declaró explícitamente Felipe II en 1571) de imponer la legislación metropolitana a todas las colonias casi de manera uniforme, algo que bien pronto se reveló como imposible. Ya en 1582 hubo un intento por compilar el cedulario completo de la legislación indiana, intento que terminó abortado.
A comienzos del siglo XVII, Antonio de León Pinelo abordó la ímproba tarea. A diferencia de otras tareas semejantes, que se trabajaron más o menos en comisión, León Pinelo lo hizo casi en solitario (podemos suponer que con algún asistente al menos, o de lo contrario no se explica cómo diablos llegó a tener éxito). El encargo se lo hizo el Consejo de Indias en 1624, y empleó diez años de su vida en la faena. A la fecha, León Pinelo hubo de revisar nada menos que ¡¡¡400.000!!! cédulas reales, las cuales, en un trabajo de diez años, dejó reducidas a apenas 11.000. Saquemos algunas cuentas. Digamos que trabajó solo, e invirtió sólo ocho años en leer las cédulas (ya no digamos en hacer una segunda selección, etcétera). Si le consideramos trabajando todos los días, domingos, feriados incluidos, sin darse un solo día de descanso, sin haber interrumpido su labor por enfermedad o por alguna otra causa, resulta que habría estado trabajando leyendo (sólo leyendo) algo más de 130 cédulas al día, día tras día, monótonamente, durante casi 3000 jornadas. Esto da una idea de lo hercúleo que fue la tarea del heroico León Pinelo. Las 11.000 cédulas que integraron la obra definitiva representan menos del tres por ciento del material de trabajo contra el cual León Pinelo debió lidiar (si asumimos que leyó 130 cédulas al día durante ocho años, un tres por ciento representa más o menos tres o cuatro cédulas aprovechables al día, y todo el resto a la basura).
Desgraciadamente, la consabida inepcia burocrática del Imperio Español hizo que los alcances de la obra de León Pinelo fueran más bien limitados. La obra quedó lista en 1635, pero la versión revisada en cuatro volúmenes fue publicada recién en 1681 (León Pinelo llevaba a la sazón su par de décadas muerto). Huelga decir que en el casi medio siglo intermedio, un aluvión de nuevas cédulas habían sido dictadas, sin otro nuevo intento de sistematización. La última intentona se produjo en los albores del siglo XIX, por iniciativa de Carlos IV de España, y aunque hubiera llegado a buen puerto, hubiera sido inútil, porque la independencia de Latinoamérica estaba ya empezando a aparecer en el horizonte.
Cuando el Imperio Español conquistó América, se hizo de golpe con una serie de situaciones geográficas, históricas, demográficas, sociales, políticas y culturales para las cuales la legislación castellana (la de Castilla), a medias basada en las Siete Partidas de Alfonso X (del siglo XIII, o sea, semiobsoletas para la nueva realidad moderna e imperial) y a medias consuetudinaria, era incapaz de proporcionar respuestas. A las prisas y corriendo, la principal arma legislativa utilizada por la Corona fue la "cédula", decretos reales que desde la metrópoli regulaban las situaciones puntuales que se presentaran. El problema se agudizó por la intención de la Corona (como lo declaró explícitamente Felipe II en 1571) de imponer la legislación metropolitana a todas las colonias casi de manera uniforme, algo que bien pronto se reveló como imposible. Ya en 1582 hubo un intento por compilar el cedulario completo de la legislación indiana, intento que terminó abortado.
A comienzos del siglo XVII, Antonio de León Pinelo abordó la ímproba tarea. A diferencia de otras tareas semejantes, que se trabajaron más o menos en comisión, León Pinelo lo hizo casi en solitario (podemos suponer que con algún asistente al menos, o de lo contrario no se explica cómo diablos llegó a tener éxito). El encargo se lo hizo el Consejo de Indias en 1624, y empleó diez años de su vida en la faena. A la fecha, León Pinelo hubo de revisar nada menos que ¡¡¡400.000!!! cédulas reales, las cuales, en un trabajo de diez años, dejó reducidas a apenas 11.000. Saquemos algunas cuentas. Digamos que trabajó solo, e invirtió sólo ocho años en leer las cédulas (ya no digamos en hacer una segunda selección, etcétera). Si le consideramos trabajando todos los días, domingos, feriados incluidos, sin darse un solo día de descanso, sin haber interrumpido su labor por enfermedad o por alguna otra causa, resulta que habría estado trabajando leyendo (sólo leyendo) algo más de 130 cédulas al día, día tras día, monótonamente, durante casi 3000 jornadas. Esto da una idea de lo hercúleo que fue la tarea del heroico León Pinelo. Las 11.000 cédulas que integraron la obra definitiva representan menos del tres por ciento del material de trabajo contra el cual León Pinelo debió lidiar (si asumimos que leyó 130 cédulas al día durante ocho años, un tres por ciento representa más o menos tres o cuatro cédulas aprovechables al día, y todo el resto a la basura).
Desgraciadamente, la consabida inepcia burocrática del Imperio Español hizo que los alcances de la obra de León Pinelo fueran más bien limitados. La obra quedó lista en 1635, pero la versión revisada en cuatro volúmenes fue publicada recién en 1681 (León Pinelo llevaba a la sazón su par de décadas muerto). Huelga decir que en el casi medio siglo intermedio, un aluvión de nuevas cédulas habían sido dictadas, sin otro nuevo intento de sistematización. La última intentona se produjo en los albores del siglo XIX, por iniciativa de Carlos IV de España, y aunque hubiera llegado a buen puerto, hubiera sido inútil, porque la independencia de Latinoamérica estaba ya empezando a aparecer en el horizonte.
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domingo, 3 de octubre de 2010
Mayas pendencieros.
Durante mucho tiempo, se creyó que los mayas eran la gente más pacífica del mundo, una especie de sabios y tranquilos iluminados que crearon una civilización próspera y pacífica, en la que las guerras y la violencia eran algo desconocido e inexistente. Un poco más, y eran el paraíso terrenal en forma de civilización. Hoy en día sabemos que las cosas no eran tan sencillas, y que los mayas sí conocieron las guerras. Y los sacrificios humanos, dicho sea de paso (para escándalo de los que consideraron a "Apocalypto" como aberrante en ese plano).
A pesar de que los europeos reportaron ruinas mayas desde el siglo XVIII, los mayas tomaron carta de naturaleza en la historiografía recién en el XIX, cuando empezaron a aparecer uno tras otro los grandes centros ceremoniales tragados por la selva. En ese entonces, hubo varias razones para ver a los mayas como un pueblo "ahistórico". En primer lugar, no habían registros históricos suyos porque los españoles habían quemado cuanto códice se les puso a tiro, y además la escritura maya era incomprensible (Champollion, el que descifró los jeroglíficos egipcios, al menos había tenido una paleta multilingüe, uno de cuyos idiomas era el bien conocido griego, lo que le facilitó significativamente el trabajo). Y en segunda, pesaba sobre ellos el mito romántico de ser una civilización "primitiva", y por lo tanto, era poco probable que tuvieran guerras dignas de ese nombre, así como Occidente tiene a un Carlomagno o a un Napoleón. Ha sido con el laborioso proceso de descifrado de la escritura maya, y la reconstrucción de sus listados y genealogías de reyes a través de sus estelas de piedra, que ahora sabemos un poco más sobre el tema, y por supuesto, lo que sabíamos sobre los mayas estaba equivocado en ese punto: al parecer, el estado político natural de los mayas era más la guerra que la paz...
El historiador Jared Diamond adelanta una interesante explicación, que vuestro seguro servidor el General Gato consigna aunque no ha podido cotejarla más allá. Diamond atribuye la razón de esto no sólo a una geografía accidentada, sino también a la alimentación. En efecto, la alimentación maya era terriblemente pobre en proteínas, y fuertemente dependiente del maíz, ambas cualidades más acentuadas que en la dieta de "cereales y carne" clásica del mundo eurasiático. Súmesele que los mayas no tenián grandes bestias de carga, y el cuadro está completo. Porque para alimentar a sus tropas, debían acarrear grandes cantidades de grano a hombros de porteadores. Y los porteadores, desde luego, también comían parte del grano porque no se iban a alimentar con forraje como los caballos. Mientras más lejos fuera la expedición militar maya, o mientras más durara la guerra, más fracción del alimento porteado debía quedar para el porteador, y por lo tanto menos grano quedaba para las tropas. Esta falla fundamental en la logística de la guerra hizo que las campañas militares mayas fueran muy costosas, y por tanto las ocupaciones militares breves y dificultosas, por lo que ninguna gran ciudad maya consiguió consolidar un gran imperio a su alrededor. De ahí que los mayas nunca hayan pasado de ser politicamente un mosaico de principados y ciudades estados, sumidos por lo tanto en una anarquía internacional a la cual nunca pudieron sobreponerse.
A pesar de que los europeos reportaron ruinas mayas desde el siglo XVIII, los mayas tomaron carta de naturaleza en la historiografía recién en el XIX, cuando empezaron a aparecer uno tras otro los grandes centros ceremoniales tragados por la selva. En ese entonces, hubo varias razones para ver a los mayas como un pueblo "ahistórico". En primer lugar, no habían registros históricos suyos porque los españoles habían quemado cuanto códice se les puso a tiro, y además la escritura maya era incomprensible (Champollion, el que descifró los jeroglíficos egipcios, al menos había tenido una paleta multilingüe, uno de cuyos idiomas era el bien conocido griego, lo que le facilitó significativamente el trabajo). Y en segunda, pesaba sobre ellos el mito romántico de ser una civilización "primitiva", y por lo tanto, era poco probable que tuvieran guerras dignas de ese nombre, así como Occidente tiene a un Carlomagno o a un Napoleón. Ha sido con el laborioso proceso de descifrado de la escritura maya, y la reconstrucción de sus listados y genealogías de reyes a través de sus estelas de piedra, que ahora sabemos un poco más sobre el tema, y por supuesto, lo que sabíamos sobre los mayas estaba equivocado en ese punto: al parecer, el estado político natural de los mayas era más la guerra que la paz...
El historiador Jared Diamond adelanta una interesante explicación, que vuestro seguro servidor el General Gato consigna aunque no ha podido cotejarla más allá. Diamond atribuye la razón de esto no sólo a una geografía accidentada, sino también a la alimentación. En efecto, la alimentación maya era terriblemente pobre en proteínas, y fuertemente dependiente del maíz, ambas cualidades más acentuadas que en la dieta de "cereales y carne" clásica del mundo eurasiático. Súmesele que los mayas no tenián grandes bestias de carga, y el cuadro está completo. Porque para alimentar a sus tropas, debían acarrear grandes cantidades de grano a hombros de porteadores. Y los porteadores, desde luego, también comían parte del grano porque no se iban a alimentar con forraje como los caballos. Mientras más lejos fuera la expedición militar maya, o mientras más durara la guerra, más fracción del alimento porteado debía quedar para el porteador, y por lo tanto menos grano quedaba para las tropas. Esta falla fundamental en la logística de la guerra hizo que las campañas militares mayas fueran muy costosas, y por tanto las ocupaciones militares breves y dificultosas, por lo que ninguna gran ciudad maya consiguió consolidar un gran imperio a su alrededor. De ahí que los mayas nunca hayan pasado de ser politicamente un mosaico de principados y ciudades estados, sumidos por lo tanto en una anarquía internacional a la cual nunca pudieron sobreponerse.
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