Historias desopilantes, anécdotas curiosas, rarezas antiguas: bienvenidos a los siglos curiosos.
domingo, 27 de febrero de 2011
¿Las minas del rey Salomón?
La Biblia se refiere al reinado de Salomón (en el siglo X antes de Cristo) como una edad de oro para los hebreos. Aunque se discuten los alcances del gobierno de Salomón (algunos lo consideran como un gran gobernante que extendió su poder desde Egipto hasta Mesopotamia, mientras que otros ni siquiera lo reconocen como personaje histórico y consideran el relato bíblico como un cuento para niños, sin contar todas las posturas intermedias), su leyenda ha sobrevivido en el tiempo. Uno de los mitos más recurrentes al respecto son las legendarias "minas del rey Salomón". Henry Rider Haggard (el creador de Ayesha) escribió una reputada novela acerca del tema, adaptada para el cine en "Las minas del Rey Salomón" de 1950 o un remake de 1985 con Sharon Stone, entre otras versiones. Según Haggard, dichas minas estaban en Africa. Otros ni siquiera lo reconocen como historia verdadera. Pero el hallazgo de las minas en Khirbat podría poner una nueva piedra en el templo de la arqueología bíblica y dilucidar el problema de una vez por todas... o no.
La arqueología bíblica es una hazaña difícil, por motivos extrínsecos a la ciencia. El territorio bíblico está disputado desde 1948 entre Israel y los palestinos, y por lo tanto la arqueología moderna lo ha tenido difícil para excavar allí. Además, las excavaciones no se hacen por puro amor al conocimiento, sino que muchas veces tienen agendas políticas: los palestinos apoyan excavaciones que minimicen el alcance histórico de los hebreos, y los israelíes a la vez prefieren financiar excavaciones que muestren a los antiguos hebreos como un pueblo glorioso que les habrían heredado sus títulos (algo discutible, porque como dijimos alguna vez en Siglos Curiosos, hebreos e israelíes no son lo mismo). En cuanto a las minas del rey Salomón, su descubrimiento fue proclamado en 1940 por Nelson Glueck, en territorio no del Israel salomónico, sino de Edom, pero luego este reclamo fue desestimado: las dataciones arrojaban fechas cercanas al siglo VII antes de Cristo, tres centurias después de Salomón. La Biblia tampoco lo pone fácil: no entrega grandes datos sobre las minas en cuestión, aunque pueden inferirse debido a la gran cantidad de cobre que existía en el interior del Templo de Salomón, dándole siempre crédito al relato del Libro Segundo de Reyes. (La arqueología clásica considera que las minas del rey Salomón estarían en el Valle de Timna, cerca de Eilat, en una localidad cercana al puerto bíblico de Ezion Geber, en el Mar Rojo, que sí fue controlado por Salomón, según la Biblia).
Las cosas parecieron cambiar con las excavaciones realizadas en Khirbat en Nahas, bastante más al norte de Timna, por obra de Yosef Garfinkel y Thomas Levy, a partir de 1997. Ya el nombre de Khirbat en Nahas en árabe es prometedor: "ruinas de cobre". Está más cerca de Jerusalén y posee vastos depósitos de cobre. Las dataciones se aproximan asimismo al siglo X antes de Cristo (concretamente, 22 semillas de dátil), y por ende, corresponderían con la época de Salomón. Por alguna razón desconocida, la actividad minera parece haberse detenido en el siglo IX antes de Cristo. Además, aparecieron amuletos egipcios datados de la época del faraón Sheshonq (a quien ya nos hemos referido en Siglos Curiosos), que invadió Palestina después de la muerte de Salomón. ¿Habrá sido Sheshonq quien interrumpió la producción de cobra en Khirbat es Nahas...?
En todo caso, los detractores de Yosef Garfinkel y Thomas Levy alegan que las pruebas todavía son incidentales. De partida, no es absolutamente seguro que las dataciones arranquen del siglo X antes de Cristo, y en cualquier caso, aunque dichas minas de cobre estuvieran a plena actividad en la época de Salomón, esto no es más que una prueba incidental respecto al eventual poderío de Salomón (¿y si las minas eran controladas por otra potencia que no eran los hebreos...?). La cuestión sigue abierta, naturalmente, para beneplácito de los lectores de aventuras que, por un tiempo al menos, podrán seguir imaginando su locación favorita para las legendarias minas del rey Salomón.
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jueves, 24 de febrero de 2011
César contra César.
Hoy en día, el título de Emperador se encuentra enormemente devaluado. Incluso en Ciencia Ficción, cuando se pretende referir a un gran señor galáctico, se le da el título de Emperador como si tal cosa (por ejemplo, el Emperador de "El regreso del Jedi" o el Emperador Padishah de "Dune"). Pero en términos históricos, el Emperador era el señor supremo del más grande de los imperios conocidos por la mitad occidental de Eurasia, a saber el Imperio Romano, y por lo tanto, sólo podía corresponderle a sus herederos... y a un solo heredero en particular (de ahí que fuera tan violento el acto de Napoleón Bonaparte, de coronarse él mismo Emperador en 1804 a despecho del Emperador de Austria). Algo similar ocurre con el título de "César", que se suponía sólo podía ser aplicado al heredero del Imperio Romano. Y como Imperio Romano había uno, también se suponía que debía haber un solo César. Por eso, una de las curiosidades históricas más interesantes en materia de títulos, es que durante trescientos años hubiera en Europa dos Césares... y ambos, a su manera, ilegítimos.
Hagamos un poco de historia. El Imperio Romano se conservó unido (con sus baches, eso sí) hasta el año 395, en que se fraccionó en Oriente y Occidente. Cuando el Emperador de Occidente fue depuesto en 476, el Imperio de Oriente reclamó para sí el derecho exclusivo a la herencia romana, y de hecho, se consideraba a sí mismo como el Imperio Romano por antonomasia, seguido en tierras bizantinas. Por eso, los bizantinos encajaron muy mal que en la Navidad del año 800, el Papa León III coronara a Carlomagno, el rey de los francos, como Emperador de Occidente. Pero ninguno de los dos, ni el Emperador carolingio ni el Emperador bizantino, tenían tanto poder para invadir al otro y reclamar el título manu militari, de manera que el tema se manejó a nivel de desprecios y ninguneos diplomáticos hasta que en 1453, el Imperio Romano de Oriente cayó en manos de los turcos.
Mientras tanto, el Imperio de Occidente fue acercándose peligrosamente al este. En 843, el Imperio Carolingio fue partido en tres regiones (Francia, Alemania, y una franja intermedia que fue la Lotaringia). El título de Emperador de Occidente fue retenido por Lotario (el rey de Lotaringia), pero cuando la sucesión lotaringia se extinguió a comienzos del siglo siguiente, el título quedó en el frigorífico por cerca de medio siglo, hasta que Otón de Alemania consiguió hacérselo en 962. Ahora, el Imperio de Occidente (o el Imperio a secas, en realidad) era Alemania, hasta el colapso y hundimiento de la Dinastía Hohenstaufen a mediados del siglo XIII. La reconstrucción imperial vino de la mano de la Casa Habsburgo, cuyos dominios hereditarios estaban en Austria. Sigamos la ruta: desde Francia saltamos al este, a Alemania, y de ahí más al este aún, a Austria. Durante los siglos XIV y XV, el título imperial fue decayendo, hasta que en 1526, después de la Batalla de Mohacz (una importantísima victoria turca que casi les granjeó la conquista de Europa Central), y como solución de urgencia, el título imperial fue restaurado, pero ahora con base en el eje Austria-Hungría (con todo, el Imperio Austrohúngaro como tal sólo surgió en 1867, por motivos completamente ajenos a lo que estamos refiriendo ahora).
Mientras tanto, podía suponerse que después del fin del Imperio Bizantino en 1453, abatido a manos de los turcos, el título de Emperador en Oriente moriría en definitiva. Pero no fue así. Los otomanos tuvieron el tacto suficiente como para proclamarse Césares en lugar del César, y de esta manera heredaron el título, aunque no fuera sino por derecho de conquista. Por lo tanto, a partir de 1526, con otomanos y austríacos puestos frente a frente en el campo de batalla, se dio la circunstancia insólita de que a un lado de la trinchera estaban los turcos, que obedecían a un sultán que a la vez era el Kaisar-i-Rum (el "César de los romanos", en turco), y por el otro estaban los austríacos que obedecían a la Caesarea Majestas ("Majestad Cesárea" en latín). Estado de cosas que se prolongó hasta el estallido de los nacionalismos balcánicos en el siglo XIX. Por cierto, ya arrojados en la pendiente de una imparable decadencia, ambos imperios unieron fuerzas en una misma coalición, con Alemania, durante la Primera Guerra Mundial, y después de la misma, acabó la carrera histórica de ambos "Césares"...
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domingo, 20 de febrero de 2011
El desastre de Kobe en 1995.
Japón y Chile son probablemente dos de las naciones más sísmicas sobre el planeta. Después de todo, ambas están emplazadas encima del Cinturón de Fuego del Pacífico, un conjunto de fallas que circunvalan al Océano Pacífico y que la convierten en la región más volcánica y sísmica del globo. Podría esperarse que Japón reaccionara y hubiera aprendido a defenderse de los terremotos, pero a veces hasta las más delicadas previsiones humanas fallan, y eso ocurrió con el Terremoto de 1995, que azotó la ciudad de Kobe. Duró apenas 20 segundos, pero se empinó a los 7,2 grados en la Escala Richter, y dejó tras suyo a 6.000 muertos, 42.000 heridos, 320.000 damnificados, y cerca de 100 mil millones de dólares en pérdidas materiales. Y se suponía que en Kobe no habían terremotos...
Las primeras normas antisísmicas en Japón datan de 1919, y la nación nipona ha invertido ingentes recursos en sistemas de detección de terremotos. Aún así, Kobe era considerada como segura porque estaba a unos 200 kilómetros del borde de placa continental más cercano (es en dichos bordes, donde las placas friccionan unas con otras, donde se sitúan los epicentros de los terremotos). El último gran terremoto se había vivido en 1595, y no habían movimientos sísmicos de importancia desde hacía unos 40 años. Sin embargo, otro cuento eran los tifones, que suelen azotar con regularidad periódica a la ciudad, a razón de unos tres por año. Aún así, Kobe tenía 160 kilómetros construidos de autopistas en altura, además del puerto artificial más grande de todo Japón.
En la madrugada del 17 de Enero de 1995, se detectaron cuatro temblores en menos de cinco horas. Bajo el canal de Hacachi, frente a Kobe, había una falla geológica desconocida, y dicha falla fue activada. Para colmo, la ciudad había sido reconstruida después de la Segunda Guerra Mundial, para soportar tifones y no terremotos. Esto significaba que casi todas las edificaciones eran de maderas flexibles... y pesados techos de tejas, que como es de comprender, se desplomaron sin problemas. La mayor parte de las víctimas, y no por casualidad, murieron por aplastamiento, y eran personas mayores de 60 años de edad: los desvalidos que no pudieron arrancar en dichas horas de la madrugada de sus casas viniéndose abajo... Las casas precarias de estudiantes y trabajadores ilegales, por su parte, también ardieron, cobrándose su propia cuota de muertos. El gobierno no tenía planes de contingencia para responder a un terremoto en Kobe (fenómeno que, repetimos, se consideraba imposible), y tardó cerca de 48 horas en enviar brigadas de ayuda. Eso sí, aunque el caos reinaba, no hubo saqueos ni violencia: la población estaba demasiado traumatizada para reaccionar (se incrementaron enfermedades relacionadas con el sistema nervioso, tales como trastornos estomacales y problemas cardíacos, y a las pocas semanas, el gobierno abrió un centro de estudios sobre estrés postraumático).
El gobierno japonés se aplicó a la tarea de rediseñar sus planes de emergencia. Se creó un nuevo Plan Nacional de Desastres, se potenció las redes de ayuda ciudadana para casos de emergencia, se crearon protocolos para que el gobierno pudiera responder, y se mejoraron las normas relativas a sismos y terremotos. En general, puede decirse que los planes resultaron exitosos. El 26 de Febrero, Japón debió afrontar un nuevo terremoto, en las temibles Islas Ryukyu, sin mayores consecuencias: de hecho, nadie murió a consecuencias del terremoto, a pesar de que su magnitud alcanzó los 7,0 grados en la Escala Richter.
Las primeras normas antisísmicas en Japón datan de 1919, y la nación nipona ha invertido ingentes recursos en sistemas de detección de terremotos. Aún así, Kobe era considerada como segura porque estaba a unos 200 kilómetros del borde de placa continental más cercano (es en dichos bordes, donde las placas friccionan unas con otras, donde se sitúan los epicentros de los terremotos). El último gran terremoto se había vivido en 1595, y no habían movimientos sísmicos de importancia desde hacía unos 40 años. Sin embargo, otro cuento eran los tifones, que suelen azotar con regularidad periódica a la ciudad, a razón de unos tres por año. Aún así, Kobe tenía 160 kilómetros construidos de autopistas en altura, además del puerto artificial más grande de todo Japón.
En la madrugada del 17 de Enero de 1995, se detectaron cuatro temblores en menos de cinco horas. Bajo el canal de Hacachi, frente a Kobe, había una falla geológica desconocida, y dicha falla fue activada. Para colmo, la ciudad había sido reconstruida después de la Segunda Guerra Mundial, para soportar tifones y no terremotos. Esto significaba que casi todas las edificaciones eran de maderas flexibles... y pesados techos de tejas, que como es de comprender, se desplomaron sin problemas. La mayor parte de las víctimas, y no por casualidad, murieron por aplastamiento, y eran personas mayores de 60 años de edad: los desvalidos que no pudieron arrancar en dichas horas de la madrugada de sus casas viniéndose abajo... Las casas precarias de estudiantes y trabajadores ilegales, por su parte, también ardieron, cobrándose su propia cuota de muertos. El gobierno no tenía planes de contingencia para responder a un terremoto en Kobe (fenómeno que, repetimos, se consideraba imposible), y tardó cerca de 48 horas en enviar brigadas de ayuda. Eso sí, aunque el caos reinaba, no hubo saqueos ni violencia: la población estaba demasiado traumatizada para reaccionar (se incrementaron enfermedades relacionadas con el sistema nervioso, tales como trastornos estomacales y problemas cardíacos, y a las pocas semanas, el gobierno abrió un centro de estudios sobre estrés postraumático).
El gobierno japonés se aplicó a la tarea de rediseñar sus planes de emergencia. Se creó un nuevo Plan Nacional de Desastres, se potenció las redes de ayuda ciudadana para casos de emergencia, se crearon protocolos para que el gobierno pudiera responder, y se mejoraron las normas relativas a sismos y terremotos. En general, puede decirse que los planes resultaron exitosos. El 26 de Febrero, Japón debió afrontar un nuevo terremoto, en las temibles Islas Ryukyu, sin mayores consecuencias: de hecho, nadie murió a consecuencias del terremoto, a pesar de que su magnitud alcanzó los 7,0 grados en la Escala Richter.
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jueves, 17 de febrero de 2011
Griegos sembrando nombres.
Los siglos VIII y VII antes de Cristo vieron un enorme tráfago de gentes a través del Mar Mediterráneo: eran los griegos, que saliendo de su Edad Oscura, y espoleados por el crecimiento de la población, se lanzaron a fundar colonias por todas partes de dicho mar. Lo interesante del caso es que muchas de las ciudades que fundaron los griegos siguen existiendo hasta el día de hoy. Sus nombres hoy en día han sido desfigurados por el paso del tiempo, pero no es difícil rastrear sus significados originales, en algunos casos bastante sorprendentes. Siglos Curiosos ofrece aquí un breve repaso de los topónimos que los griegos nos legaron a la posteridad, en dicha expansión:
-- AGDÉ. Esta ciudad del sur de Francia deriva de "Agathé Tyche" (literalmente, "buena fortuna").
-- AMPURIAS. La españolísima o catalanísima (a según) ciudad de Ampurias es también otra fundación griega, bajo el nombre de Εμπόριον ("Emporion", que significa "mercado"). La prosperidad de Ampurias procedía justamente de ser un punto intermedio en la ruta marítima conectando las riquísimas ciudades de Massilia (la actual Marsella) y Tartessos (cerca de lo que en la actualidad es Cádiz).
-- ANTIBES. Viene del griego "Ἀντίπολις" ("Antípolis"), que si lo miran bien y saben algo de griego, se darán cuenta de que significa "Ciudad opuesta" o "Ciudad contraria". En efecto, si ustedes miran un mapa de la actual Francia, verán que Antibes y Marsella están separadas ambas por un cabo de tierra. Las dos ciudades, por más señas, fueron fundadas por habitantes de la ciudad griega de Focea, lo que justificaría pensar en un nombre que relacionara a ambas.
-- MÓNACO. El nombre arranca de un templo dedicado a Hércules Monoikos ("μόνοικος", "la casa solitaria"), que se construyó en dicho lugar.
-- NÁPOLES. Este nombre es una deformación de "Neápolis", que en griego significa "Ciudad Nueva".
-- NIZA. Esta ciudad francesa deriva su nombre de la palabra Νίκη ("victoria").
-- REGGIO. Esta ciudad en la Italia continental está separada de Sicilia por el Estrecho de Messina. "Ῥήγιον" es la palabra griega original, y significa "grieta", aludiendo precisamente a dicho estrecho.
La ciudad con la que quedamos en deuda es Marsella, que viene del antiguo griego "Massilia", pero que no hemos conseguido determinar la etimología de la misma. Si algún lector puede rastrear el dato, se agradece el complemento en los comentarios.
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domingo, 13 de febrero de 2011
Demiurgos.
"Demiurgo" es una de esas palabras que tiene una historia interesante por detrás. En la actualidad concebimos a un demiurgo como un Dios Creador. Como las religiones judeocristianas conciben al Creador como el Dios a secas, el calificativo de "demiurgo" no suele aplicársele: éste aparece en concepciones que implican varios espíritus, grados de jerarquía, etcétera. Quienes más desarrollaron el concepto de "demiurgo" son los gnósticos, esa batahola de filósofos orientalizantes de fines del Imperio Romano que crearon complejas (y a menudo abstrusas) cosmogonías de un elevado grado de abstracción. El sello de todas las escuelas gnósticas es la creencia de que el universo está traspasado por alguna clase de espíritu universal, desde el cual emana la materia. El principio primero viene a ser el demiurgo. Interesantemente, en algunos sistemas no es Dios mismo quien es el demiurgo, sino que a veces otra clase de ente inferior al principio supremo: depende de quién emane la materia. En algunas escuelas, este rol le corresponde a Satán (a veces identificado con el Dios fiero y vengativo del Antiguo Testamento, que en estas concepciones es opuesto al Dios amoroso y bondadoso del Nuevo Testamento).
Pero yendo más atrás que la panda de revoltosos que eran los gnósticos, la palabra "demiurgo" designaba otra cosa más terrena. Etimológicamente, "demiurgo" viene del griego "δημιουργός" ("demiourgos"). La raíz "demi-" es bien conocida: significa "pueblo" e integra palabras castellanas actuales como "democracia" o "epidemia". La otra palabra significa "trabajador". Entonces, el demiurgo era alguien que trabajaba para el pueblo, o sea, para los demás (no para sí mismo). Dicho en otros términos, el demiurgo es el artesano, el que vive de la creación de cosas materiales en vez de cultivar la tierra, apacentar el ganado o pescar en el mar (todas actividades que en una economía primitiva, anterior al comercio, se desarrollan "para uno mismo", por así decirlo, porque lo cultivado, lo apacentado o lo pescado se come, y lo manufacturado no). Platón se toma la molestia de incluir y considerar a los demiurgos dentro del proyecto de Ciudad Ideal que promueve en la "República" (quizás de ahí haya saltado el concepto al Neoplatonismo y al Gnosticismo).
Si nos fijamos en la Mitología Griega, podemos darnos una pista de la importancia de los demiurgos en la sociedad griega. Muchas actividades tenían dioses relacionados con la misma de una manera u otra, pero un dios tutelar que se preocupara de ellas, éstas eran más bien pocas. Podemos recordar apenas tres: Hermes (Mercurio), Hefestos (Vulcano) y Prometeo. Hermes era el dios de los mercaderes y de los ladrones (¿habrán querido decir algo los griegos con esto...?). Pero los otros eran dioses tutelares de actividades propias de los demiurgos: Hefestos de la herrería y el trabajo con los metales, y Prometeo (aparte de ser un dios asociado al fuego, claro) era el dios tutelar de los alfareros en el Atica. Herreros y alfareros eran justamente demiurgos. En la Grecia primitiva no existían dioses que se preocuparan de los zapateros, que parece ser aparecieron mucho más tarde en la vida económica griega, o de los agricultores por ejemplo (sí existen deidades protectoras de la agricultura, como Ceres por ejemplo, pero no de los agricultores... ése es el matiz). Y ya que hemos mencionado a los comerciantes, éstos también surgieron mucho después de que la Grecia empezara su evolución histórica (y por tanto, el culto a Hefestos y Prometeo como dios tutelar de una actividad humana es anterior al culto de Hermes). O sea, esto refleja la idea de que en la sociedad griega primitiva, que apenas comenzaba a desarrollar una industria, los demiurgos eran casi genios profesionales, en un mundo en donde casi todos los ciudadanos debían bastarse a sí mismos para sobrevivir porque no había dónde comprar, ni dinero con qué pagar.
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jueves, 10 de febrero de 2011
Ministerio y magisterio.
He aquí dos palabras que suenan parecidas entre sí, pero cuyos sentidos son inesperadamente antagónicos: ministerio y magisterio. Ambas tienen la misma terminación, y eso no es casualidad, porque comparten la misma raíz etimológica. La terminación en ambas es "terio", que viene de "ter", que a su vez significa "tercero". Veamos.
"Ministerio" y "ministro" vienen del latín "minis ter". Todos sabemos lo que es un ministro de Estado, por ejemplo. Y sin embargo, a pesar de ser su acepción popular, el Diccionario de la RAE recoge otra acepción más amplia, que en buena medida engloba la primera: "Cargo, empleo, oficio u ocupación". Y existe aún otra acepción, todavía más rara, y que debe ser un cultismo: "Uso o destino que tiene algo". En la Iglesia Católica por su parte se habla de ministerio para referirse a la labor de los sacerdotes. Porque "minis ter", ya lo habrán adivinado, significa literalmente "menos que un tercero". O sea, el ministro es una persona que no obra para sí misma, sino en interés de otra persona, o sea, es un sirviente. Así, el ministro episcopaliano sirve a la Iglesia, y el ministro de Estado sirve al Estado (aunque a veces, a según qué país, como que entrara la duda, pero en fin, la raíz etimológica está ahí, y a eso nos atenemos). Ahora, si usted invierte los términos obtiene precisamente eso, o sea, "término" ("ter minis"). Y en efecto, las fronteras de algo, el término, es allí donde acaba lo nuestro y comienza lo de un tercero, así es que todo encaja...
Por simple lógica, el lector ya habrá adivinado que "magisterio" y "magíster" vienen a significar lo opuesto, y no se equivoca. Porque estas palabras derivan del latín "magis ter", o sea, "más que un tercero". ¿Y cómo se puede ser más que un tercero? En el castellano se ha perdido el sentido original de la palabra, pero en inglés se ha conservado en la palabra "master": el AMO. A cambio, tanto el inglés como el castellano han conservado el sentido de autoridad moral o intelectual de la palabra magíster. Así tenemos el magíster como grado académico, e incluso el simple maestro como sinónimo de profesor. También relacionada está la palabra "magistrado", que se le aplica por regla general a los jueces, y a los que ningún guapo les va a discutir autoridad.
Más nebuloso me resulta, y lo confieso abiertamente por si algún lector conoce la respuesta, una curiosa definición de "magisterio" según la Real Academia Española: "En la química antigua, materia que se posa en las reacciones químicas, precipitado". Un precipitado en Química es una substancia sólida que se forma en una reacción química, usualmente en el seno de un líquido, bien sea porque no hay suficiente solvente para disolver el soluto, bien sea porque se genera en la misma reacción y es insoluble en sí. Dicho precipitado flota, se mantiene en suspensión, o bien se hunde, a según su densidad relativa respecto del líquido que lo contiene. Pero de qué manera ese inoportuno tercero puede ser más que el resto de la solución, para merecer el nombre de "magisterio", es algo que se me escapa.
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domingo, 6 de febrero de 2011
La computación NO es el futuro.
Ahora a comienzos del siglo XXI, nadie pone en duda que la llegada de la computación y la informática es una de las tres más grandes revoluciones de todos los tiempos, después de la agricultura y la máquina de vapor (o quizás más acertadamente, la producción mecánica en serie). Probablemente usted no disfrutaría de nada equivalente a este blog Siglos Curiosos, si no fuera por los computadores. De manera muy interesante, no mucha gente se dio cuenta de lo que venía. En el siglo XIX, por ejemplo, muchas utopías ambientadas en el futuro predecían sociedades densamente maquinizadas y niveles tecnológicos asombrosos, pero nada parecido a la inteligencia artificial. En la llamada Edad de Oro de la Ciencia Ficción (hacia 1937-1960), poquísimas novelas anticiparon el concepto, y eso que ENIAC, la primera computadora propiamente tal, data de 1943. Incluso en 1967, la serie "Star Trek" combinaba viajes espaciales más rápidos que la velocidad de la luz, con mastondónticos computadores pared-a-pared con tubos de vacío. Pero uno esperaría que los expertos en la materia, al menos, pudieran adivinar hacia dónde iban los tiros. Y la realidad es que no siempre anduvieron bien encaminados.
Por ejemplo, Ken Olsen declaró en 1967 que "no hay razón para que ningún individuo tenga un computador en su hogar" ("there is no reason for any individual to have a computer in their home"). Lo grave del caso es que Ken Olsen era el presidente de Digital Equipment Corporation, empresa pionera y de las más respetadas en el ámbito de la microcomputación. Por lo tanto, el negocio de Olsen no era predecir el futuro sino justamente vender computadores, y lo que estaba declarando era básicamente que no había mercado para su propio producto. Hoy en día, 43 años después, el individuo llamado General Gato tiene una buena razón para tener un computador en su hogar: pedorrearse a gusto con el lapsus del experto. (Seamos justos, DEC continuó en el mercado por muchos años, y aunque acabó por quebrar en los '90s, dio una buena pelea en el tiempo intermedio).
Más pesimista era Thomas Watson, aunque en su beneficio debemos decir que pronunció lo siguiente en 1943, cuando la computación estaba apenas en pañales: "Pienso que hay un mercado mundial para cerca de cinco computadores" ("I think there is a world market for about five computers"). Es entendible por qué lo dijo si se piensa que ENIAC, el más poderoso cerebro electrónico de su tiempo, ocupaba cerca de 70.000 tubos de vacío, y que el máximo período que funcionó de corrido sin que alguna pieza se quemara fue de más o menos cinco días. Además, la potencia de cálculo de ENIAC se utilizó para una actividad con tan poca demanda mundial en ese entonces como lo era la elaboración de modelos matemáticos de explosiones nucleares. ¿Y este Thomas Watson era un experto? Debe haberlo sido, porque era la cabeza de IBM (sí, ya existía en ese tiempo). Figúrense.
Y vamos a terminar con Bill Gates, el criticado líder de Microsoft, que también se mandó su propia frase para el bronce en 1981: "640 K deberían ser suficientes para cualquiera" ("640 K ought to be enough for anybody"). Treinta años después, esa cantidad de memoria apenas basta para un archivo DOC de unas 200 páginas, o para una imagen de tamaño y resolución medias, y ya no hablemos de un archivo de música MP3. Incluso en 2010, Microsoft anunció la creación de discos duros virtuales que se pueden utilizar con Hotmail y con MySpace, con 25 GB de capacidad. Les ahorraré los cálculos: las memorias de casi 41.000 hipotéticas computadoras de 640 KB podrían funcionar cómodamente dentro de una de esas memorias de 25 GB sin estorbarse mutuamente.
Cachondeos aparte, todo lo anterior prueba lo difícil que es predecir el futuro. Y lo de sorpresa que tomó la computación a todo el mundo, incluso a los más enterados del tema.
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jueves, 3 de febrero de 2011
Isaac Asimov y los computadores.
Otra anécdota de Isaac Asimov en Siglos Curiosos, y van... Como es bien sabido, Isaac Asimov es el famoso autor de Ciencia Ficción que escribió la saga de las Fundaciones (los tomos originales, al menos, que después de su muerte los herederos no se cortaron por arrendar la franquicia a terceros escritores, y no por el honor precisamente). Por eso podría parecer un tanto extraño que tuviera una relación muy distante con los computadores. En su cuento de 1940 "Homo Sol", por ejemplo, se ve a una alianza galáctica de especies que han conseguido transformar la psicología en una ciencia exacta y matemática (casi como una pista de lo que después va a ser la psicohistoria asimoviana)... y en la cual uno de sus científicos galácticos usa ¡una regla de cálculo! En la trilogía original de la Fundación, publicada en los '50s, Isaac Asimov no incluyó computadoras, y cuando escribió una secuela ("Los límites de la Fundación", 1982), descubrió desconcertado que no podía explicar cómo un universo tan futurista que había sido capaz de crear un Imperio Galáctico, no poseía computadoras. En sus Memorias anota: "No intenté explicarlo. Me limité a poner ordenadores muy avanzados en la nueva novela de la Fundación y esperé que nadie notara la inconsecuencia. Por raro que parezca, nadie lo hizo"... En defensa de Asimov, digamos que en general, si bien profética en muchos respectos, la generalidad de los escritores de Ciencia Ficción del siglo XX se mostraron un tanto lerdos a la hora de especular sobre hasta dónde llegarían a evolucionar los "cerebros electrónicos".
Pero más tarde o más temprano, el bueno de Asimov tenía que chocar con la computación. Ocurrió en 1981 (un año antes de que se publicara la mencionada "Los límites de la Fundación"). Una revista de computadoras le pidió a Asimov un artículo sobre sus experiencias en el mundo informático. La respuesta de Asimov fue que escribía todos sus textos en una máquina de escribir IBM Selectric III. El asunto hubiera muerto ahí, pero a la revista le pareció curioso, o quizás alarmante, que una ciclópea celebridad de la Ciencia Ficción no tuviera un computador, de manera que le enviaron como un regalo directamente a domicilio, un microprocesador TRS-80 Model II. Lo que originó la situación según la cual, cuando Asimov era consultado acerca de las razones por las cuales se había inclinado por ese modelo (siendo divulgador científico y escritor de Ciencia Ficción, podría presumirse que había tenido muy buenas razones), invariablemente respondía: "Porque es el que me dieron, ¿hay otros más...?".
Adaptarse a la tecnología nueva tampoco fue fácil, en particular considerando que a esas alturas, Asimov era ya un sexagenario. No tener idea en aquellos años sobre cómo preparar una página y cosas así era un pecado venial, pero más interesante aún es que no dejó la máquina de escribir. No sólo la siguió usando para la correspondencia y los catálogos de fichas, sino además para cualquier texto largo (2000 palabras o más). La mecánica era escribir primero el texto largo a máquina, y después traspasarlo a computador para las correcciones. Stan Asimov, el desconcertado hermano del escritor, le reponía: "¿Por qué haces eso? Tienes que teclear todo dos veces". La respuesta era que Isaac Asimov prefería tener la obra completa a máquina para recordar los detalles hojeando el texto mecanografiado, en vez de tener que estar nadando en una nube de disquetes (recordemos que en esos tiempos primitivos y heroicos de la computación, la información debía almacenarse en disquetes con una capacidad de almacenamiento que competía en pequeñez con el cerebro de una abeja melífera). Pero por otra parte, Asimov prefería la edición final en computador para que las correcciones fueran invisibles, y enviar a la editorial después un texto limpio y sin tachaduras.
El computador se quedó en la casa de Isaac Asimov durante todo 1981 a prueba. Pero cuando llegó el momento de pagar por la instalación, en vez de pedirle el pago, la tienda prefirió solicitarle a Asimov convertirse en su portavoz. De manera que en vez de pagar por el computador, al final acabó recibiendo dinero de la firma, por concepto de publicidad (a cambio de padecer una sesión fotográfica al mes, eso sí). Posteriormente, por una reestructuración interna de la empresa, el acuerdo acabó en 1987. Pero no fue el final de la historia. Como escribe Asimov, con una desarmante ingenuidad sólo disculpable porque escribió sus Memorias poco antes de morirse en 1992: "Puede que el lector piense que, ahora que tengo un ordenador y que estoy al corriente con los tiempos modernos, la gente ya me deja en paz, pues no. A la velocidad que progresan estos aparatos, el mío, que tiene nueve años, resulta medieval. De hecho, ya no se fabrica".
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