Upton Sinclair (1878-1968) no era novelista que se anduviera con chicas. Su prosa tiene un hondo contenido social, y es uno de los grandes estandartes del Socialismo en los Estados Unidos del siglo XX. Incluso, aunque la Literatura de denuncia social tiende a envejecer rápidamente conforme las propias condiciones sociales cambian, fue adaptado más o menos libremente, en fecha reciente, en la peli "Petróleo sangriento". Pero no fue su única novela: en su larga vida, Sinclair fue enormemente prolífico, y dejó cerca de noventa volúmenes (prácticamente uno por año de vida) al fallecer.
Ciertas novelas pasan a la Historia por ser catalizadoras de situaciones sociales críticas, como por ejemplo lo fue "La cabaña del Tío Tom" sobre la esclavitud de los negros en el Sur de Estados Unidos. Sinclair, en "La Jungla", publicada en 1906, hizo lo propio con los mataderos de Chicago. En su novela, Sinclair se dedica a contar todo lo que pasa con la carne, desde que la ternera está viva en el matadero, hasta que llega a la mesa del consumidor estadounidense. Los lectores estadounidenses reaccionaron con repulsión, no sólo por la descripción del trabajo de las mujeres y de los niños en los mataderos de la ciudad, sino también al darse cuenta de que al comer carne de ternera, muchas veces también comían la carne de los operarios que se caían vivos a las trituradoras, y por los cuales, por cierto, nadie se preocupaba en demasía.
El escándalo llegó a tales proporciones, que la propia industria carnicera decidió pedir ayuda al Gobierno, para que ellos los inspeccionaran, y así reestablecer la confianza del público. El entonces Presidente Theodore Roosevelt entró entonces a legislar con fuerza en el tema. Los empresarios cambiaron entonces de idea, probablemente porque pensaban que el asunto se iba a limitar a un espaldarazo del Gobierno y no se esperaban una oleada reguladora encima, que le pudiera cortar las ganancias (por cierto, ¿cuántos de ellos habrán sido vegetarianos...?). Se envió también un ejército de inspectores a los mataderos, que confirmaron casi todas las denuncias de Sinclair. Finalmente, barajando los costos de un programa permanente de inspección, el Gobierno rebajó sus pretensiones, y si bien salió una legislación que regulara con mayor firmeza a los mataderos, ésta fue más liviana que la inicialmente presentada. Sinclair comentó sarcásticamente al respecto: "Yo apunté hacia el corazón del público, y por accidente le di al estómago"...
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