Todos los pueblos de la Tierra con algún grado de organización política más allá de la simple jefatura, han tratado de hacer espléndidas exhibiciones de poder, construyéndose magníficos palacios y diseñando elaboradísimos rituales. Y el Imperio Bizantino, que pretendía ser gobernado nada menos que por Cristo mismo, no podía ser una excepción.
El traje habitual del Emperador era el propio de un icono sagrado. Así, usaba una túnica rígida como una capa. En la cabeza, su corona estaba rematada por una cruz. Y el domingo de Pascua, se hacía rodear de doce personas, que representaban a los doce Apóstoles, en medio de los cuales el Emperador es un verdadero Cristo. El rito mismo era de índole religiosa. El papias, el portero del palacio, sin ir más lejos, era un eclesiástico.
El rito de recepción a los visitantes, por parte del Emperador, no podía ser más grandilocuente. La habitación tenía forma octogonal, y estaba rematada por una gran cúpula. En el mobiliario había toda clase de bestias confeccionadas en oro: leones, pájaros, quimeras... Cuando el visitante llegaba, todo aquel grupo de esculturas se activaba de improviso por mecanismos ocultos, llenando la habitación de estruendo, al tiempo que las bestias de oro parecían animadas por medios que debían seguramente parecer magia, para el inculto visitante de aquellos tiempos. No podía menos que prosternarse ante el trono, pero cuando levantaba la vista, el trono ya no estaba. Un mecanismo de poleas alzaba en las alturas, tanto al trono como al Emperador, haciéndolo virtualmente inaccesible ante cualquiera que quisiera llegar hasta él. ¡Magnífica manera ésta, para endiosar al Emperador...!
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