Páginas

domingo, 26 de enero de 2014

Una conspiración patriota en Quillota.


En la Historia de Chile entre 1814 y 1817, debido a la estatura legendaria de Manuel Rodríguez, los guerrilleros que se batían en la zona de operaciones de Colchagua y entre Chillán y Rancagua en general son los que tienen mayor fama. Pero sin embargo, desde la gobernación de Cuyo en donde se estaba preparando el gran asalto contra el gobierno de los realistas en Chile, San Martín no era partidario de depositar todos los huevos en la misma cesta. Para desesperación del gobernador español Casimiro Marcó del Pont, que pretendía concentrar las fuerzas realistas en Santiago para hacerse más fuerte, San Martín buscaba incendiar el territorio chileno entero para derrocar al Imperio Español. Y una de estas ramificaciones estuvo a punto de fructificar en la ciudad de Quillota, al noroeste de Santiago.

A inicios de 1816, San Martín envió sendas misivas a un vecino de Putaendo llamado José Antonio Salinas, y a uno de San Felipe llamado Juan José Traslaviña. La idea no era mala: si prosperaba una rebelión en tales lugares, el ejército patriota que cruzara la cordillera arribaría a territorio ganado para los patriotas, y estaría en muchas mejores condiciones para batirse con los realistas y marchar sobre Santiago. El mensajero, un tal Manuel Navarro, cruzó la cordillera de ida y vuelta llevando las respectivas cartas, además de entregar instrucciones que quedaron como verbales por obvias razones. Ambos encargados, Salinas y Traslaviña, viajaron a Quillota y enteraron a otros personajes del proyecto: dos modestos vecinos llamados Ramón Arístegui y Pedro Regalado Hernández, además de Ventura Lagunas, un joven maestro de escuela de sólo diecisiete años de edad. La idea parecía factible porque la guarnición de Quillota estaba mandada por Manuel Barañao, un coronel oriundo de Buenos Aires que era realista fanático e intransigente, la clase de sujeto que resulta muy divertido y satisfactorio derrocar y arrastrar por el fango, claro está. De manera que los interesados se movieron a Valparaíso para seguir reclutando gente, y de esta manera derribar a la autoridad realista local.

Pero las cosas se salieron de tiesto cuando Ventura Laguna le confesó los planes a un sargento de apellido La Rosa, que parecía confiable debido a que tenía malquerencias con sus superiores. En mala hora. A propósito de un incidente completamente diverso, La Rosa acabó siendo apresado y sometido a juico por insubordinación, arriesgando un castigo severo. En esta coyuntura, La Rosa decidió congraciarse con sus superiores revelando todo lo que sabía de la conjura. El coronel Barañao reaccionó de manera implacable, y consiguió que una sirvienta revelara la documentación de sus patrones conjurados, entre los cuales por supuesto estaban las cartas de San Martín que habían originado todo el merengue. Arístegui consiguió escaparse, pero los otros no tuvieron tanta suerte: fueron apresados, y cuando fueron confrontados con las cartas incriminadoras, confesaron llanamente y fueron remitidos a Santiago.

El gobernador Marcó del Pont estaba feliz de poder hacer de estos presos buen escarmiento. El proceso fue sumario y la sentencia predecible. El 5 de Diciembre de 1816 se levantó una horca en Santiago. La pena era cruel e inusual, ya que la horca había caído tiempo hacía en desuso, y lo habitual era la ejecución por fusilamiento: se dice que el verdugo de la cárcel de Santiago, para practicar un procedimiento con el que no estaba familiarizado, fue obligado a entrenarse ahorcando carneros. A las once de la mañana de la fecha citada, fueron ahorcados Traslaviña, Salinas y Hernández. Cuando ya tocaba el turno de Lagunas, se supo entonces que este último había sido beneficiado con un indulto, que en atención a su corta edad le conmutaba la horca por diez años en el presidio de Juan Fernández. La Gaceta del Gobierno, el único medio de comunicación en existencia, reportó que los tres ejecutados se habían mostrado pesarosos y arrepentidos, pero si fue verdad, la gente no parece haberlo creído. Lejos de servir como escarmiento, la ejecución incrementó la odiosidad de los patriotas en contra de los realistas. Algo más de medio año después, los días 7 y 18 de Junio de 1817, una vez instalado el gobierno patriota de regreso en Santiago, fueron dictados decretos que favorecieron a las viudas de los ejecutados con una indemnización de doscientos pesos, más un montepío de treinta pesos mensuales. Otros parientes de las víctimas recibieron después otros beneficios económicos con posterioridad.

1 comentario: