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domingo, 4 de octubre de 2009

El Tabularium de Roma.


Parte importante del funcionamiento de cualquier Estado de tamaño medio hacia arriba, descansa en un adecuado sistema de registros de sus actos públicos. El Imperio Romano, que en su momento de mayor expansión iba desde Escocia hasta Mesopotamia, no podía ser la excepción. Y los romanos, diligentes y organizados como solían serlo en todo, desarrollaron también su propio sistema de registro burocrático. Después de todo, en la época no existía el papel, el papiro era fragilísimo, y los pergaminos no eran baratos. La solución que encontraron: planchas de metal.

En el siglo I a.C. era obvio que el aparato estatal de la República Romana estaba esclerotizado, diseñado para controlar apenas un puñado de territorios en circunstancias que los romanos se habían extendido por el mundo. Como parte de las reformas más urgentes, se decidió la construcción de un edificio en que estuvieran centralizados los decretos del Senado, y hacer así más eficiente la gestión gubernamental. Y como eficiencia era el lema romano, se trajeron ocho columnas de un templo más antiguo dedicado a Saturno, el Aerarium, que era también el Tesoro estatal, de manera que ambas funciones pasaron a estar más o menos unificadas.

El procedimiento era el siguiente. Una vez emitido un decreto del Senado, se mandaba a confeccionar en una plancha. Esta era generalmente de bronce, por razones económicas obvias, pero a veces, en ocasiones sumamente especiales, y como una especie de homenaje supremo podían ser hechas en oro o en plata (como fue el caso de algunos honores extraordinarios que se concedieron a Julio César). Legalistas como eran los romanos, decidieron que el decreto carecería de todo valor, hasta que la plancha respectiva estuviera guardada en el Tabularium (un poco como, hoy en día, se entiende la ley vigente desde el momento en que ésta se publica).

De esto se aprovechó Tiberio (Emperador entre 14 y 37 después de Cristo) para reforzar la autoridad del Emperador sobre el Senado, ya que dispuso que los decretos del Senado debían esperar diez días, antes de ser ingresados al Tabularium. La razón más obvia es que si el Emperador estaba ausente, tendría tiempo de imponerse a las medidas del Senado, y eventualmente cambiarlas, lo que podía ser la diferencia entre la vida y la muerte (por ejemplo, con decretos del Senado ordenando la pena capital). Un motivo más soterrado, pero bastante claro, es la sorda lucha emprendida por los Emperadores para arrebatarle al Senado sus últimos restos de poder, reduciendo con esta medida al Senado casi a la inoperancia.

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