El Imperio Bizantino, en que se suponía que la Palabra de Cristo es ley, era también el imperio de enormes y odiosos castigos. Atentar contra el Emperador no significaba sólo intentar derrocar a un monarca, sino que implicaba además contravenir la mismísima Voluntad de Dios. De ahí que los suplicios para los que no conseguían la hazaña eran horrorosos.
Primero venía la tortura. Esto era meramente procedimental: interesaba saber quienes eran los cómplices del desgraciado. Luego venía el castigo de verdad. Se llevaba al frustrado golpista al Hipódromo, que en el Imperio Bizantino desempeñaba un papel análogo al circo de gladiadores en el Imperio Romano. Allí se le cortaban los pies y las manos. Luego se seguía con la nariz o las orejas. No se privaba al castigado de los correspondientes azotes, con látigos armados de bolas de plomo en las puntas, por supuesto, y luego le sacaban a paseo en un burro, sea por el mismo Hipódromo, sea por las calles de la ciudad, a fin de que la muchedumbre pudiera ensañarse con lo que quedara del infeliz.
Por supuesto que todo este ritual dependía de la imaginación del propio Emperador para inventar nuevos y visuales suplicios. Basilio I (867-886), por ejemplo, fue magnánimo y permitió que a un ofensor contra su persona sólo lo dejaran tuerto y manco, en vez de ciego y con dos muñones por brazos. Otros menos afortunados, que discurrieron atentar contra Miguel III el Borracho (842-867), luego de mutilados, debieron incensarse entre sí en una plaza pública... con el pequeño detalle de que en vez de quemar incienso, se quemaba azufre; luego los condenaron a mendigar durante tres días, cegados y extendiendo la mano que había quedado pegada al cuerpo, porque el otro brazo había sido reducido a muñón. Algunos fueron quemados, como por ejemplo uno que intentó asesinar a León VI (886-912), otro que se la buscó con Romano Lecapeno, o incluso con un Emperador coronado, cual fue el caso de Focas (ejecutado por Heraclio en 610). Uno de los asesinos de Miguel III acabó empalado. No pocas veces, como suplicio final, y para asegurarse de que no hubieran descendientes que pudieran vengarse, los castraban.
En el castigo iba incluido no solo el asesino mismo, sino también su esposa e hijas, que acababa generalmente encerrada en un convento, y sus hijos varones, que terminaban mutilados, expedito método destinado, como dijimos, a evitar venganzas familiares.
Muy buena entrada.
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