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jueves, 6 de diciembre de 2007

El portugués que se adueñó de Viña del Mar.

En los tres siglos que precedieron a 1879, año de la fundación de Viña del Mar, el territorio que actualmente conforma la comuna y ciudad estaba repartido en manos de dos haciendas, la Hacienda Viña de la Mar (al norte del estero Marga Marga), y la Hacienda Siete Hermanas (al sur del estero que mencioné). Por diversos negocios y herencias, ambas haciendas se separaron y unieron alternativamente en el tiempo, hasta que confluyeron por última vez en las manos de José Francisco Vergara, fundador de la ciudad, quien la había heredado en línea desde su abuelo, el comerciante portugués Francisco Alvares. Y la manera en que este Francisco Alvares forjó su fortuna (con la cual compró lo que a futuro sería Viña del Mar), es algo que merece referirse.

La historia de Francisco Alvares nunca ha sido del todo clara, en parte porque en su condición de comerciante viajero, se formó toda una aura romántica a su alrededor. Se le llegó incluso a achacar una madre china. Tenía cinco naves, que comerciaban entre Macao, Filipinas y Acapulco. Sus contactos con China se intensificaron cuando trajo desde Macao a su socio Wing Ong Chong, quien instaló una tienda en lo que actualmente es la Calle Condell de Valparaíso. Su manía por la sinificación llegó hasta el extremo de llamar "cha" al té, como se hace a la manera china.

Este hombre acumuló pozos, bodegas, y una barraca de construcciones navales, y se le estimó la fortuna más importante de Chile en su época. Pero el negocio que le aseguró convertirse en un verdadero Creso chileno, tiene que ver con la especulación durante la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839). Alvares tenía como contacto nada menos que a William Turpin Thayer, capitán de una goleta con la que realizaba cabotaje, y que durante la guerra realizó servicios auxiliares para la escuadra chilena, como barco de enlace y correo.

Ambos acordaron un sistema de señas. Si los chilenos en Perú obtenían un triunfo decisivo sobre Andrés de Santa Cruz, el Protector de la Confederación Perú-Boliviana, enarbolaría la señal en el palo de mesana de la goleta. Si no era así, entraría en la rada de Valparaíso sin señal alguna. Cuando Thayer regresó, se dio algunas vueltas por la bahía de Valparaíso sin señal alguna. Francisco Alvares, quien por esos días había hecho del catalejo una extensión de su propia cabeza, se lanzó entonces a vender febrilmente todo el trigo que tenía, y a comprar toda el azúcar. Cuando Thayer arribó a puerto, se supo sobre el Tratado de Paucarpata, que el Gobierno chileno rechazó. La guerra, por tanto, prosiguió, y el comercio continuó interrumpido. En aquel tiempo, el único importador de trigo chileno era Perú, y lo mismo ocurría con el azúcar peruana, pero al revés. Por lo que la señal de Thayer le había permitido a Francisco Alvares deshacerse de todo el trigo y acaparar toda el azúcar existente en el puerto, y con eso hizo una monstruosa fortuna. Claro está que eso hoy en día sería considerado probablemente como uso de información privilegiada, pero aquello era el siglo XIX, de todos modos...

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