Al margen de las cualidades marciales del rebelde escocés William Wallace, lo cierto es que parte de la victoria que obtuvo sobre los ingleses en las cercanías de Stirling, sobre el Río Forth, en Escocia, el 11 de septiembre de 1297, se debió a la extraordinaria estupidez del inglés Warrenne. Creía Warrenne que debía habérselas en el campo de batalla con un hatajo de salvajes que pelearían poco y se desbandarían, y por lo tanto, avanzó sin efectuar reconocimiento alguno del terreno, yendo siempre en dirección hacia donde debía encontrarse Wallace. En su camino, Warrenne tenía un puente de madera para cruzar el Río Forth, el cual para su desgracia era tan estrecho, que sólo podían pasar dos hombres a la vez. La operación debería haberle tomado entonces unas 11 horas, una eternidad tratándose de una situación de combate. Uno de sus subordinados le representó la existencia de un vado algo más al sur, en donde podrían pasar hasta 30 hombres a la vez, haciendo por tanto el cruce del río algo mucho más rápido, pero Warrenne no hizo ningún caso, prisionero de su propia optimista visión sobre lo que pasaría al encontrarse con los escoceses.
Para su desgracia, Wallace y los suyos no eran los brutos salvajes que Warrenne esperaba. Los escoceses esperaron pacientemente a que una tercera parte del ejército inglés cruzara el puente. Luego, Wallace descargó su ataque. Un puñado de lanceros escoceses se abalanzaron sobre la cabeza del puente y la bloquearon, cercenando limpiamente a la vanguardia del resto del ejército, que debía esperar impotente al otro lado del río. Wallace, mientras tanto, atacó con todos sus hombres. No se puede decir que los ingleses no pelearan con valor, pero aún así el saldo para ellos fue horrible: los cuerpos de un centenar de caballeros y varios miles de infantes quedaron tirados fertilizando margaritas sobre el campo de batalla.