No, no es el planeta Vulcano desde el cual viene nuestro amadísimo amigo el Señor Spock, sino uno que estaría DENTRO del Sistema Solar. O mejor dicho, que alguna vez se pensó existir. Hagamos un poco de historia.
Era el siglo XIX. Los científicos habían pulido al máximo la herramienta de cálculo por oscilaciones gravitatorias. Después del descubrimiento de Urano en 1781 (éste, por un telescopio óptico de toda la vida), se habían detectado anomalías gravitacionales en su órbita que, al ser desarrollados los cálculos, llevaron a determinar que había un planeta más allá. Después de una paciente labor de búsqueda en las coordenadas predichas, ¡hop!, apareció Neptuno (1846).
Si funcionó para planetas más lejanos al Sol que los conocidos, ¿por qué no al revés? En esa época habían algunas perturbaciones gravitacionales en la órbita de Mercurio, que preocupaban seriamente a los astrónomos, porque desafiaban la Teoría de la Gravitación formulada por Isaac Newton. En 1859, en carta enviada a LeVerrier (uno de los astrónomos que predijo Neptuno), un astrónomo aficionado reportó haber visto un objeto intramercuriano. Lo que éste vio en definitiva no se sabe, pero Le Verrier se entusiasmó tanto, que en 1860, después de sesudos cálculos, anunció la existencia de un planeta entre Mercurio y el Sol, que se llamaría Vulcano, y que habría permanecido invisible a los telescopios debido a su pequeño tamaño y brillo, opacado por la luminosidad solar.
Hubo una fiebre de buscadores de Vulcano, y se reportó la presencia de este mundo varias veces, de la única manera concebible: cuando Vulcano pudiera pasar delante del Sol, y por ende, hacer sombra. Hoy en día, nadie se toma la teoría de Vulcano en serio. En 1916, a la luz de la por entonces novísima Teoría General de la Relatividad de Albert Einstein (postulada el año anterior), se recorrigieron los cálculos, y se descubrió que las perturbaciones gravitacionales en la órbita de Mercurio no existían sino usando las matemáticas de Newton, pero las de Einstein corregían cualquier anomalía. Con lo que Vulcano pasó al desván de los mitos astronómicos, junto con la teoría del éter y las esferas cristalinas del cielo.
Era el siglo XIX. Los científicos habían pulido al máximo la herramienta de cálculo por oscilaciones gravitatorias. Después del descubrimiento de Urano en 1781 (éste, por un telescopio óptico de toda la vida), se habían detectado anomalías gravitacionales en su órbita que, al ser desarrollados los cálculos, llevaron a determinar que había un planeta más allá. Después de una paciente labor de búsqueda en las coordenadas predichas, ¡hop!, apareció Neptuno (1846).
Si funcionó para planetas más lejanos al Sol que los conocidos, ¿por qué no al revés? En esa época habían algunas perturbaciones gravitacionales en la órbita de Mercurio, que preocupaban seriamente a los astrónomos, porque desafiaban la Teoría de la Gravitación formulada por Isaac Newton. En 1859, en carta enviada a LeVerrier (uno de los astrónomos que predijo Neptuno), un astrónomo aficionado reportó haber visto un objeto intramercuriano. Lo que éste vio en definitiva no se sabe, pero Le Verrier se entusiasmó tanto, que en 1860, después de sesudos cálculos, anunció la existencia de un planeta entre Mercurio y el Sol, que se llamaría Vulcano, y que habría permanecido invisible a los telescopios debido a su pequeño tamaño y brillo, opacado por la luminosidad solar.
Hubo una fiebre de buscadores de Vulcano, y se reportó la presencia de este mundo varias veces, de la única manera concebible: cuando Vulcano pudiera pasar delante del Sol, y por ende, hacer sombra. Hoy en día, nadie se toma la teoría de Vulcano en serio. En 1916, a la luz de la por entonces novísima Teoría General de la Relatividad de Albert Einstein (postulada el año anterior), se recorrigieron los cálculos, y se descubrió que las perturbaciones gravitacionales en la órbita de Mercurio no existían sino usando las matemáticas de Newton, pero las de Einstein corregían cualquier anomalía. Con lo que Vulcano pasó al desván de los mitos astronómicos, junto con la teoría del éter y las esferas cristalinas del cielo.