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miércoles, 24 de enero de 2007

El gimnasio que desató la revolución.

Que la pasión por el deporte reune a los pueblos y las culturas de todo el planeta, es uno de los lugares comunes más repetidos. Y además es falso, toda vez que el deporte ha sido usado varias veces con fines políticos (léase el boicot de Estados Unidos a las Olimpíadas de 1980 en Moscú, y a la inversa en Los Angeles 1984).
Lo irónico del caso es que incluso en la Antigüedad, época en la que se suspendían las guerras en la antigua Grecia para ir a las Olimpíadas, hay ejemplos de esto. Aunque en este caso los protagonistas no son los griegos, o mejor dicho no sólo los griegos, sino también los judíos.
En el siglo II a.C., las tres grandes potencias militares del Mediterráneo eran Roma, Egipto y el Imperio Seléucida: este último gobernaba lo que actualmente es Siria y Palestina, y por ende, la ciudad de Jerusalén. El Imperio Seléucida había pasado unos cuantos años malos, debido a la secesión de sus provincias orientales, y por eso el rey Antíoco IV, deseoso de tener dominios homogéneos y compactos, empezó una verdadera guerra cultural contra todo lo que no fuera helénico. En esto recibió ayuda de un sacerdote llamado Josué, quien era hermano de Onías, el sumo sacerdote auténtico. Josué tomó el nombre griego de Jasón, y sobornó a Antíoco con 360 talentos de plata, y 80 talentos de otras rentas, lo que era una suma enorme de dinero. Jasón propuso a Antíoco entonces crear un gimnasio al estilo griego.
La medida creó repugnancia entre los judíos, para quienes la desnudez era algo vil, porque es sabido que en los gimnasios griegos, los atletas competían desnudos. Pero el proyecto de helenización tuvo bastante éxito. Y quizás los judíos hubieran desaparecido del todo, si Antíoco no hubiera tenido la desdichada idea de resarcirse de sus gastos de una fulminante campaña militar contra Egipto, saqueando el Templo de Jerusalén. Lo que vino después, fue la rebelión de los Macabeos.
La historia del gimnasio que los sacerdotes judíos helenizantes instalaron en Jerusalén, y que tanto ofendió a los suyos más ortodoxos, está en los dos libros de los Macabeos, en 1-Macabeos 1:11-15, y 2-Macabeos 4:7-16.

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